Opinión

CANIZOS, SEQUEIROS Y MOLINOS

Dónde están los canizos y los sequeiros de mi pasado? ¿Dónde el palleiro y las medas desperdigadas sobre el amarillento rastrojo del centeno recién segado? ¿Y dónde las tuleiras que en las laderas del monte de Trigoás y sobre Espiñas, en los parajes de Parada de Sil, en plena Ribeira sacra, humeaban lentamente? Y ya convertidas en grisácea ceniza se esparcían para que sobre ella, llegadas las lluvias, brotase y se irguiese la esbelta espiga del centeno. Y con las lluvias del otoño se iniciase el lento crecer, sobre la ladera verdeada, del que sería el pan de todos los días. ¿Y dónde los molinos de Entrambosríos, uno para el maíz, otro para el centeno, al lado del riachuelo que bajaba desesperado, en aguda pendiente, sonando ruidoso entre piedras y retorcidas raíces? Apacigua la mente el cantarín ruido del agua deslizándose en la profunda oquedad de la noche cerrada, el viento silbando entre el ramaje de tupidos castaños, allá abajo, furiosa el agua para detenerse en el otro molino, al borde de la pintoresca aldea de Rabacallos. Al ágil, emprendedor y visionario alcalde del Concello, Francisco Magide, se le debe la nueva iniciativa: la ruta de los molinos salpicados al borde de regatos y pendientes, y el recobrar la memoria de una faena que era vital en la vida cotidiana de estas aldeas.


Es rico el folklore paneuropeo en torno a molinos y molineras al igual que en torno al pan y a las panaderas. Al lado de una acequia, a orillas del Tormes, casi entre las aguas de un molino, tuvo origen una de las grandes aportaciones de la literatura española a la europea: la novela picaresca de la mano de 'El Lazarillo de Tormes'. La aldea de Tejares, y el río Tormes, cuyas riberas estaban bordeadas por molinos movidos por la abundante corriente de agua, saltaron a la fama a gracias a un molino y a las mañosas artes de su molinera. El espacio, literario y mítico, aun arrastra apicaradas alusiones.


Ha tiempo que en las aldeas de la Ribeira sacra sonaba el agua entre molinos, ardía el empedrado monte, cantaba el carro, y resonaba en frágil eco, de esquina a esquina, el rítmico golpear de las sacas sobre un elevado pisón, ya secas las castañas, ennegrecidas por las varias semanas en los numerosos canizos. La casta castaña, despojada de su erizo, se tostaba lentamente durante varias semanas, extendida sobre un techo con estrías de madera. Abajo, sobre el suelo. Se mantenía un fuego apocado, lento, a base de apretados troncos de robustos carballos. Ya cribadas se clasifican en blandas (cerollas) y en duras (pilongas). La casca ennegrecida, fragmentada (puxa) se extendía a modo de abono y los pequeños pedazos (picós) eran almacenados para la ceba del cerdo.


Blanduchas algunas, duras como piedras otras, serían el diario sustento durante el largo invierno y la frágil primavera. Castañas pilongas con el amargo leite mazado, castañas cocidas con la grasienta morcilla, castañas con el tocino enhebrado, castañas después del caldo, a mediodía; arregladas, revueltas, recalentadas, aplastadas. Gastronomía casera, de aldea, como las papas con leite, la castaña asada, el caldo recién hecho o recalentado, la hogaza de centeno amasada en docenas hasta la próxima hornada. Sostenían las pesadas y laboriosa faenas del campo: la caba de las viñas, la roza de los tojales, la saca del estiércol de la profunda oquedad de las cuadras, la poda de los castaños, la criba de la harina recién llegada del molino, la ceba y la matanza, la vida y la muerte. Las marcaban también el grávido sonido, ronco, pausado, lento, de las campanas de la parroquia.


El molino, el canizo, el horno comunal, la fuente con las aguas aturdidas por el jabón casero, pajares, pineiras y palleiros, hórreos y cobertizos, estaban marcados por una antropología de vivencias ancestrales, únicas e irrepetibles, en estas aldeas de la Ribeira sacra.

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