Opinión

Dulcificar la pobreza

Contaba Goethe que un inglés se ahorcó para ahorrarse la molestia cotidiana de tener que vestirse y desvestirse. Entre el aluvión de trucos que estamos dando los medios para que el personal ahorre, aún no se ha contemplado la soga, pero en Espejo Público han puesto de ejemplo a una mujer que con dos duchas a la semana ha reducido 50 euros su factura y suponemos que las visitas. En TVE la ministra de Hacienda ha aconsejado sustituir la calefacción por «un edredón más fuerte», que debe de ser como el «semen de fuerza» del que presume el torero Ortega Cano. 

 

Se recomienda aprovechar el fin de semana para poner la lavadora, pasar la plancha o cocinar para el resto de los días, practicar el nesting, que no es darse al té frío sino atrincherarse en casa sábado y domingo, lo que antes del empobrecimiento lingüístico y energético se conocía como estar a dos velas —ahora lo solidario es quedarse a una—. Serviría para leer libros que no se pueden comprar, para ver la tele con anuncios de productos que no se consumirán, para comprobar en Instagram cómo otros disfrutan fuera de casa o para viajar con Google Maps, que es un tipo de turismo sin masificación alguna. ¡Qué más se puede pedir! 

Para la prensa el pobre es el nuevo influencer, así que no tardaremos en proponer gorros, guantes y una manta a modo de capa como el último grito en moda para casa; o los sabañones como bisutería ecológica; o los beneficios antienvejecimiento de ducharse con agua fría; o divertidas maneras de reducir el tamaño de sus platos para sentirse como en un restaurante con estrella Michelin. El pobre no sería un indigente, sino un indie-gente, un ser independiente del materialismo mayoritario; no sería un desgraciado, sino un afortunado a quien en cada carencia se le presenta una oportunidad: no es que no pueda salir a cenar, es que prefiere conectar consigo mismo; no es que no pueda comprar ropa, es que elige reutilizarla para contaminar menos; no es que tenga la nevera vacía, es que sabe apreciar la belleza hipnótica del minimalismo. Estaríamos ante un tipo de pobre tan perfeccionado que no pediría, ¡daría gracias!

Cada vez más gente llega virgen al patrimonio y un 27,8% de la población está en riesgo de pobreza o exclusión social, con carencias materiales y sociales como no poder permitirse vacaciones, cambiar la ropa o los muebles estropeados, salir a tomar algo o participar en actividades de ocio. Es una pobreza sostenible, pues se vive con lo justo para comer y así mantenerse siempre pobre. Pero, en lugar de sugerirle a los gobernantes trucos para rebajar la precariedad, andamos afanados los medios en ofrecerle al público argucias para rebajar sus aspiraciones. Se dulcifican las estrecheces, disfrazando la miseria de tendencia en inglés, de elección vital, de modo que el ciudadano sería como aquella tía Leocadia de Delibes cuya única ilusión era tener un niño recién nacido para dejarlo abandonado en el portal. 

No se puede erradicar la pobreza sin antes reconocerla en su indeseable desnudez. Arroparla con un visón romántico implica perpetuarla, alienar al menesteroso para que tenga conciencia de privilegiado y llegue a hablar como en aquel célebre diálogo berlanguiano:   

—No sé por qué a los pobres les gusta tanto el dinero.

—Yo que sé, manías que cogen.

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