Opinión

La edad de la apariencia

Marbella no tiene zoo, pero, para compensar, va el turista a echarle fotos a los coches testiculares que rugen entre las boutiques de Puerto Banús, a los yates que cocodrilean en los embarcaderos y a los mandriles que exhiben sus glúteos siliconados. La fauna es diversa: el narcotraficante despliega varios teléfonos como plumas de pavorreal y las hembras se besuguean a sí mismas en la pantalla del móvil. Algunos visitantes se detienen frente a los altivos escaparates igual que en Desayuno con diamantes, pero con kebab en vez de cruasán. La mayoría se extasía ante joyas, deportivos y barcos como si fueran templos de Agrigento o farallones capriotas, identificando lo caro con lo bello, cuando el lujo al alcance de pocos no es necesariamente hermoso y la belleza siempre es un lujo al alcance de cualquiera.

Si antes se presumía viajando como ricos a destinos de pobres para fotografiarse en la miseria, ahora lo que se lleva es viajar como pobres a lugares de ricos para fotografiarse en la opulencia: autorretratarse delante de un restaurante con estrella Michelin, pero luego darse el reflujo asiático de un chino; posar ante el casino de Montecarlo, para después conformarse con jugar al “rasca y gana” de Ryanair. El turista, que se mueve no para ver mundo, sino para verse en el mundo, quiere verse en el poderío, aunque ni siquiera le roce, y exponer su vida de imitación en las redes como un mantero de sí mismo. Incluso Puerto Banús finge su propio esplendor, con tiendas vacías la mayor parte del año y más jeta que jet set. Claro que, entre tanta lluvia de selfi con fondo de hotel prohibitivo y Lamborghini, alguna vez sale el arcoíris del sentido común: “¡Ay, qué pena de coche, to’espachurrao!”.

“La fascinación de viajar es pasar innumerables veces junto a escenarios ricos y saber que cada uno de ellos podría ser nuestro”, escribió Pavese. Hoy basta con posar innumerables veces junto a decorados lujosos, porque corren tiempos más afanados en despertar envidia que admiración, más ocupados en alegrarse en público que en la intimidad. Nadie entra en esos talleres de alta postura que son las redes sociales como Mihura entraba en el café Gijón, simulando una cojera para que los celosos mediocres le perdonaran sus éxitos teatrales. O quizá se equivoque una y tanta estupidez virtual sea, en realidad, un denodado intento de ocultar, para no levantar suprema envidia, ese lujo, pagado tan caro hoy, que es la inteligencia.

Hay estudios fotográficos donde inmortalizarse haciendo el paripé de viajar en avión privado con la pose kennediana de nuestro presidente, y en el mercado de segunda mano triunfan las cajas vacías y los envoltorios de productos de lujo, artículos de primera necedad. También hay quien se cose etiquetas de marca, como el escudero del Lazarillo de Tormes esparcía migajas en la ropa para figurar que comía. Fingir prosperidad no es nuevo, lo novedoso es hacerlo no por pudor, sino por falta de vergüenza. Lázaro acabó por tener que mantener a aquel amo que simulaba ser rico: “Quisiera yo que no tuviera tanta presunción; que abajara un poco su fantasía con lo mucho que subía su necesidad”. Aparentar fortuna empobrece. Una sociedad centrada en presumir de riqueza difícilmente encontrará tiempo para generarla. ARIN
photo_camera ARIN

Marbella no tiene zoo, pero, para compensar, va el turista a echarle fotos a los coches testiculares que rugen entre las boutiques de Puerto Banús, a los yates que cocodrilean en los embarcaderos y a los mandriles que exhiben sus glúteos siliconados. La fauna es diversa: el narcotraficante despliega varios teléfonos como plumas de pavorreal y las hembras se besuguean a sí mismas en la pantalla del móvil. Algunos visitantes se detienen frente a los altivos escaparates igual que en Desayuno con diamantes, pero con kebab en vez de cruasán. La mayoría se extasía ante joyas, deportivos y barcos como si fueran templos de Agrigento o farallones capriotas, identificando lo caro con lo bello, cuando el lujo al alcance de pocos no es necesariamente hermoso y la belleza siempre es un lujo al alcance de cualquiera.

Si antes se presumía viajando como ricos a destinos de pobres para fotografiarse en la miseria, ahora lo que se lleva es viajar como pobres a lugares de ricos para fotografiarse en la opulencia: autorretratarse delante de un restaurante con estrella Michelin, pero luego darse el reflujo asiático de un chino; posar ante el casino de Montecarlo, para después conformarse con jugar al “rasca y gana” de Ryanair. El turista, que se mueve no para ver mundo, sino para verse en el mundo, quiere verse en el poderío, aunque ni siquiera le roce, y exponer su vida de imitación en las redes como un mantero de sí mismo. Incluso Puerto Banús finge su propio esplendor, con tiendas vacías la mayor parte del año y más jeta que jet set. Claro que, entre tanta lluvia de selfi con fondo de hotel prohibitivo y Lamborghini, alguna vez sale el arcoíris del sentido común: “¡Ay, qué pena de coche, to’espachurrao!”.

“La fascinación de viajar es pasar innumerables veces junto a escenarios ricos y saber que cada uno de ellos podría ser nuestro”, escribió Pavese. Hoy basta con posar innumerables veces junto a decorados lujosos, porque corren tiempos más afanados en despertar envidia que admiración, más ocupados en alegrarse en público que en la intimidad. Nadie entra en esos talleres de alta postura que son las redes sociales como Mihura entraba en el café Gijón, simulando una cojera para que los celosos mediocres le perdonaran sus éxitos teatrales. O quizá se equivoque una y tanta estupidez virtual sea, en realidad, un denodado intento de ocultar, para no levantar suprema envidia, ese lujo, pagado tan caro hoy, que es la inteligencia.

Hay estudios fotográficos donde inmortalizarse haciendo el paripé de viajar en avión privado con la pose kennediana de nuestro presidente, y en el mercado de segunda mano triunfan las cajas vacías y los envoltorios de productos de lujo, artículos de primera necedad. También hay quien se cose etiquetas de marca, como el escudero del Lazarillo de Tormes esparcía migajas en la ropa para figurar que comía. Fingir prosperidad no es nuevo, lo novedoso es hacerlo no por pudor, sino por falta de vergüenza. Lázaro acabó por tener que mantener a aquel amo que simulaba ser rico: “Quisiera yo que no tuviera tanta presunción; que abajara un poco su fantasía con lo mucho que subía su necesidad”. Aparentar fortuna empobrece. Una sociedad centrada en presumir de riqueza difícilmente encontrará tiempo para generarla.

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