Opinión

Embarazoso autobombo

Lo bueno del fracaso es que no necesita autopromoción, aunque cada día se lleve más la autopromo victimista. No hay que cacarear en las redes “hoy me han rechazado por quinta vez la novela”, ni posar con labios abesugados ante la cola del paro, ni subir a Instagram un burofax de despido, ni fotografiarse en Navidad comiendo un triste kebab. ¡Qué va!

El llanto del recién nacido es la primera autopromoción; la esquela, la última. Pero entremedias parecemos Mar Saura postureando en Mírame, aquel formato de A3 para vocear su programación. Nos publicitamos por encima de nuestras vanidades. Cada ciudadano es un community manager de sí mismo que con estrategia pregona su vida y obra para granjearse reputación virtual. Que si un libro, que si una conferencia, que si un premio, que si una nueva columna, que si un nuevo seguidor, que si una entrevista… Como virtuosos de la autocelebración, como Manolos del autobombo, nadie puede negar que nos gobierna el presidente que mejor nos representa.

Si lo peor de escribir es tener que leerse, lo peor de haber escrito es tener que contarlo, desnudar el texto y exponer su lencería de modo sugerente en las redes para provocar el cumplido del personal y así poder luego repiropearse. No estamos muy lejos de Maluma diciéndose “pretty boy, dirty boy” y besándose a sí mismo en el espejo. El autobombo es embarazoso, y más si uno no ha encontrado en su interior a ese administrador que todos llevamos dentro del que hablaba Julio Ramón Ribeyro, quien diferenciaba entre escribir -un asunto personal, una tarea para distraerse- y la gestión de publicar.

En una entrada de sus diarios, el autor peruano anotó: “Basura, como todo lo que he escrito fuera de él… más tarde lo reduciré a cenizas”. Las redes sociales, que son géiseres de la jactancia, ganarían amenidad si nos dedicáramos a autodespreciarnos, no con falsa modestia sino con mordaz honestidad. Haciéndose melindrosa propaganda entre los seguidores se corre el riesgo de ahuyentarlos, como alabándose después de hacer el amor lo más probable es que se espante al amante. La publicación de lo propio debe aliñarse al contrario que la ensalada: siendo pródigos con el vinagre de la burla y tacaños con el aceite, para que no resbale. Pla lo expresó mejor: “Creer sin ironía en el propio talento puede hacer mucho daño. Pero esto tiene una gravedad relativa. Es más grave, aún, el daño que puede hacer a los demás”.

No publicar aporta la ventaja de que todavía se las puede dar uno de escritor demasiado elevado, demasiado incorrecto para su tiempo, de autor incomprendido. Luego llega el artículo o el libro y cae el lector en que lo único incomprensible es que se le haya publicado. Lo mismo ocurre con las interviús. Hay quien aborrece las entrevistas por si no reflejan lo que son; una las teme por si plasman con fidelidad lo que se es. Por eso sopeso afrontar la promoción de mi novela con una bolsa de papel en la cabeza, como el Salinger de Los Simpson. Incluso divorciarme para poder argumentar lo que Martin Amis ante un evento promocional: “No puedo asistir, es que mañana me caso”. Claro que una columna que reniega de la autopromoción también es, ay, una manera de autopromocionarse.

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