Opinión

Feliz vida vieja

Ilustración Beatriz Manjón

Un 31 de diciembre escribe Ruano: “Un año que comienza es una incógnita. ¿Pero acaso no son también una incógnita y paradójica los años pasados, las cosas, los seres que dejamos o nos dejaron sin saber todavía por qué?”. Uno se hace viejo cuando empieza a tener más dudas sobre el pasado que sobre el futuro.

Es una incógnita si en la Nochevieja de 1983, embebida de desenfado e incipiente vedetismo, le tiré un zapato a mi hermana Concha por propia iniciativa o seducida por mi otra hermana, Ana, hada del bosque de mi infancia. A diferencia de Jimmy Giménez-Arnau con Norma Duval, Concha, que es un botafumeiro de alegría, no vio venir el zapatazo entre la bruma aromática del Marie Brizard y la sandalia fue a clavarse en su oreja, que sangró como queriendo cumplir también con el ritual de fin de año. Ignoro qué motivo me impulsaba a arrojar por la ventana libros y collares, en un desprecio igualitario por lo profundo y por lo frívolo. Desconozco por qué crucé la carretera en diagonal aquel día en que atropellé un coche y le rompí el parabrisas con la cabeza para luego salir disparada unos cuantos metros en el que, de momento, ha sido mi único vuelo sin motor. Me pregunto si acaso fue ese golpe lo que me llevó a fijarme en hombres de atractivo resistible, a estrenarme en un periódico con mi peor columna, pero mi mejor declaración de amor, a emular a Raffaella Carrà hasta provocarme una lesión cervical o a perderme varias Navidades en esos años de juventud que transcurren como el revolcón de una ola, cuando la familia todavía parece inmortal.

El pasado siempre envuelve, a veces como cachemira, a veces como un hula-hop de espino; y más en Nochevieja, que es el único inventario que se hace mejor con alcohol. A falta de poder inaugurar una vida nueva, nos entregamos a la ilusión de redecorar la vida vieja. Espumillonean las expectativas, no se sabe muy bien de qué, y se piden deseos que no llegarán, o llegarán desinflados, como pedidos de AliExpress. Quizá el secreto de la felicidad esté en salir, cada mañana, de la matriz del sueño igual que se nace: sin propósitos; y en ser capaz de ver en la lencería encarnada de cada atardecer un cotillón.

Mañana miraremos el reloj con nerviosismo de padre primerizo, como si la vida no fuera un ejercicio constante de impuntualidad; ingeriremos las uvas tratando de deglutir también lo malo y nos herirá ese disparo de nostalgia que es el descorchar del champán. Expiaremos las culpas en el confetisionario y habrá quien permanezca impasible ante el matasuegras añorando lo que le falta, igual que el teniente paralítico de Forrest Gump. Otros imaginarán en soledad un baile con panecillos a lo Charlot, o cantarán al borde del llanto con la intensidad de personajes de Kurosawa. Pero la mayoría intentará contagiarse de júbilo, porque es posible bañarse dos veces en la misma risa. La causa, apuntó Borges, “es el asombro ante el milagro / de que a despecho de infinitos azares, / de que a despecho de que somos / las gotas del río de Heráclito, / perdure algo en nosotros: / inmóvil”.

Te puede interesar