Opinión

Invisibles

Este mes ha vuelto a mi urbanización un octogenario que no venía desde que nos atropelló la pandemia. Le gusta ver la tele en la terraza bajo la sombrilla de dos exultantes buganvillas, en un volumen no apto para vecinos que quieran preparar una oposición. Cuando en casa ya estábamos resignados, porque el primero en cogerse vacaciones de verano es el silencio, se obró el milagro: un nieto vino a verlo y el televisor enmudeció. El viejo mostraba una curiosidad vivísima por los asuntos del joven y el chaval asomaba un interés cuasi periodístico por los recuerdos del anciano, cuya voz rejuvenecía, adquiriendo un tono vacacional, como si cada palabra saliera de un mojito. Marchó el nieto y el televisor volvió a chillar; parecía querer reprender al mundo por la soledad del abuelo.

En tiempos exhibicionistas, la invisibilidad voluntaria es la marca del héroe; otra cosa es el aislamiento forzoso, una existencia fantasma no deseada, como de cabina telefónica. El sueño infantil de ser invisible se hace realidad en la vejez, salvo que se adorne uno con esa capa de visibilidad que es el dinero. Es un transparentarse paulatino, como si la vida nos fuera preparando para el desvanecimiento definitivo, que aporta libertad, pero tiene sus servidumbres. Se empieza por no encontrar en el prójimo miradas y se acaba por no hallar palabras, aunque la vejez sea el dominio de la teoría sobre la práctica. Al abandono de los sentidos sigue el desamparo de un mundo que repara en los asteriscos de las analíticas, pero no en los asteriscos del alma. 

En esta sociedad empeñada en dar visibilidad a todo, falta vista para los mayores. Preocuparse por su brecha digital está bien, pero mejor estaría prevenir sus brechas emocionales: la depresión incubada en una soledad silenciosa, el maltrato —que pocos denuncian y que en España sufre al menos un 6%—, o los suicidios, que a partir de 80 años se han disparado un 20%. En cambio, se prefiere dar facilidades para arrinconar la vejez, o para enmascararla, o para acelerar su desvaírse hasta la muerte. 

Estos días se anuncia en la radio una empresa de cuidados a domicilio para mayores, “para que usted pueda irse de vacaciones tranquilo”, cuando el genuino descanso son los ojos agradecidos de los padres. A la vez que los animales se humanizan, los ancianos se mascotizan, como si para el espíritu bastara el alimento del cuerpo, agua fresca y el paseo del brazo de un desconocido. En This is us, tres hermanos sopesan qué hacer con su madre, enferma de alzhéimer. Mientras ellos compiten por ver quién puede contratarle los mejores cuidados profesionales, la hermana cae en que ambos han dejado de hacer lo que verdaderamente necesita: mirarla a los ojos, tocarla, leerle, peinarla desenredando en voz alta los asuntos del día. El único asilo deseable es el tiempo de los seres queridos. Por muchos medios que tengan, hay en las residencias tal olor a decepción que más bien deberían llamarse resistencias. Mucho antes del exterminio pandémico, Szymborska escribió: “Se busca persona / para llorar / por los ancianos que en los asilos / mueren”. 

La atención es el oro de nuestro tiempo, pero se despilfarra en las redes y se escatima en aquellos que no lucen como recién salidos de fábrica. Sin atención, sin cariño, la esperanza de vida sólo es esperanza de muerte. Para hacerse visibles, a los ancianos no les va a quedar más remedio que grabarse bailando con camisa hawaiana, como Anthony Hopkins, y colgarlo en Instagram. A la vejez, virales.

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