Opinión

La nueva medusa

Sobre el mar de la milla de oro marbellí, quieto estos días como paralizado por el bótox, flotan unas forasteras figuras de plástico. No son bañistas exhibiendo sus boyantes implantes, sino una suerte de monstruo del lago Ness verdiamarillo hecho de trampolines, toboganes y rampas hinchables. ¡La amenaza de la inflación! En el Puerto de Santa María el engendro es atlantista y luce los colores de la bandera norteamericana. Resulta difícil abstraerse de la superficie inflable caminando por el paseo marítimo, y eso que el rostro de algunas féminas rivaliza en hinchazón. La pérdida del marco incomparable, ya marco equiparable a tantos otros, es especialmente dura para los instagrameros, que deben perfeccionar sus contorsiones para evitar compartir plano con la dinosáurica atracción.

El parque infantil acuático es la nueva medusa, una plaga que añadir a los hidropedales, las motos y esos abnegados barrenderos del agua que son los practicantes de pádel surf. El mar, que a pocas brazadas era refugio donde guarecerse de gritos, conversaciones no deseadas, vistas adiposas y olor a mixto de crema solar y patatas, se playifica; bandadas de niños enchalecados graznan sobre las olas tal cual pájaros hitchcockianos, pero sin cabina telefónica cerca en la que resguardarse. Tampoco existe, ay, chaleco salvaoídos ni salvavista. Entre un baño en Palomares y uno con aquapark, una escogería el chapuzón radiactivo. La invasión de parques acuáticos supone una zambullida más en la mercantilización de los espacios públicos, que es una manera de privatizarlos; una ahogadilla más con que hundir las playas, que se desnaturalizan como versiones de centros comerciales, con el consiguiente impacto medioambiental. 

Uno se hace mayor cuando deja de gustarle el verano. Es un desencanto similar al desenamoramiento, como si de pronto se nos cayera la venda y viéramos aquello que antes no percibíamos o no nos desagradaba. Georgie Dann pasó de sublimar el chiringuito al «mecagüentó». No ayuda que muchas playas no sean ya las de nuestra juventud, aquel armonioso concierto, algo lejano, como salido de una caracola, de bañistas y olas, con el metrónomo del peloteo de las raquetas. Entonces los críos jugaban apenas con unas piedras, una pala y un cubo; aprendían que, aunque el mar se llevara la arena, no podría con el deseo de levantar castillos. El agua estaba para nadar, bucear, hacer el pino o hacerse el muerto, no se le pedía rentabilidad. La orilla no sufría el asedio de un ejército de tumbonas y, para sobrellevar el sartenazo del sol, el veraneante se conformaba con arribar con pasos astronáuticos y clavar la sombrilla como quien llega a la luna —¡a la duna!—. Hoy se baja a la playa igual que si se fuera a cruzar el Estrecho.

Cuanta más masa, peor se pasa. Por eso, en su tipología del veraneante, Galdós consideraba que los más felices eran los que se dirigían «al fresco mar Cantábrico». Pero para gustos se pintan calores: Iñaki Uriarte ensalza Benidorm, con sus colinas de hormigón y sus carreras para coger sitio como en rebajas. Quienes suspiramos por un ocio atento, observador y respetuoso, preferimos algunos arenales del Atlántico, donde no necesariamente ondea la bandera azul, que es el atún rojo de los distintivos. Rece para que ese paraíso solitario del que disfruta no sombrillee en ningún ranking de playas para huir de la masificación —la masificación, como el infierno, son los otros—, o llegará el día en que para explayarse habrá que tomarse al pie de la letra la palabra. Claro que, dentro o fuera de la playa, las vacaciones que más cansan siempre serán las de los demás.

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