Opinión

“Mucho texto”

photo_camera José Paz.

Leo, en una carta a la directora de El País, una muletilla que usan los jóvenes en el hueco de oración que les queda entre “en plan” y “en plan”: “mucho texto”. Acierta la lectora al entender esta expresión como un signo de nuestro tiempo, pues hay dos requisitos para que un escrito resulte atractivo hoy: “brevedad y contundencia”. Sometidos a esos campos de desconcentración que son las redes sociales, donde la atención es el nuevo oro, se ha impuesto que lo breve, si bravo, dos veces bueno. Pero la concisión no está reñida con el razonamiento.

Si se llega a la cartilla de razonamiento no será por la brevedad o la contundencia, sino por un empobrecimiento del lenguaje, un desprecio de la memorización y métodos de enseñanza más afanados en fomentar la opinión que la argumentación, no sea que la juventud empiece a hacerse preguntas en lugar de papagayear respuestas y se entere de que hay vida más allá del móvil donde no enfermar de sélfilis. Hasta el borrador de la nueva Selectividad deja la lengua a la bajura de una maría, fumándosela con cuestiones tipo test. Quién sabe si, en un futuro, en los exámenes se permitirá contestar con emoticonos. ¿Teoría de la evolución? Un monito. 

Para Azorín, que instaba a ir “derechamente a las cosas”, el arte de escribir estribaba en colocar una cosa después de otra, y no unas cosas dentro de otras, según el orden en que se piensan. “Mas la dificultad está… en pensar bien”. Si la escritura es el Judas del pensamiento, una traición a lo que se soñó decir y a cómo se soñó decir, qué menos que hacer breve dicha traición. Entre las razones por las que habría que reivindicar el periódico en papel está la de librar al lector del peligro de soterramiento por avalancha de palabras. 

Quienes utilizan mal su escritura, como quienes emplean mal su vida, se quejan de su brevedad. Pero la brevedad, cuando no es perezosa, es más laboriosa que la vastedad. Consiste en deshacerse del follaje, a veces a la manera de un podador de bonsáis, a veces como un peluquero con prisas. Si nos cautiva la hermosura de las flores es porque apenas son telegramas de belleza. Breves también son las palabras que se exhalan al hacer el amor, salvo nuestro presidente, cuyo gusto por la encíclica se le presume en lo libidinoso: “Una de las cosas por las que pasaré a la historia será por este orgasmo de género fluido con el que te voy a empoderar desde la resiliencia de mi miembro, miembra y miembre”.

De pequeña no me gustaba leer. Contemplaba admirada cómo mis hermanos devoraban libros de un grueso inhibidor, que mi impaciencia me impedía abordar. Aún hoy sigo creyendo que una novela de más de mil páginas proporciona, sobre todo, músculo. Mi padre resolvió iniciarme en la poesía y, atraída por su exactitud y concisión, me hice amante del verso y de lo breve, me hice ¡Breveheart! Cierto que un periodista no es un poeta, pero al menos debería aspirar a la precisión y belleza de su escritura. Aunque sea para que no se pueda decir de uno lo que Juan Ramón Jiménez de Gómez de la Serna: “¡Qué bien dice siempre sus siete primeras palabras! Luego, […] las tinieblas”.

Te puede interesar