Opinión

Patinetes

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En Montpellier, en lo que va de un bistro pecador a una boutique de bóveda medieval, uno puede ser atropellado por la juventud o por un patinete; o por ambas cosas a la vez. Pero el riesgo de ser embestido por estos juguetes motorizados lo entraña ya cualquier ciudad, como mis propias carnes periodísticas han podido comprobar un par de veces en Marbella. No se opone una a morir, pero morir es algo demasiado serio como para dejárselo a un patinete. Resultaría tan decepcionante como cuando Larry David se interesó por un conocido y le dijeron que había muerto el 11S; con consternada curiosidad, preguntó si estaba en el edificio: «No, en la calle 57, lo atropelló un mensajero en bicicleta».

Constatemos el progreso: el hombre ya no solo es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra, sino que ahora puede tropezar dos veces con el mismo patinete. Estacionados o en movimiento, ocupan sin control aceras, pero no hay un Securitas Direct, ay, que dé la alarma. A cambio de descontaminar los cielos, se contamina el espacio y el sosiego del viandante, máxime si tiene problemas de movilidad o visión. El peligro es especialmente acusado en aquellos carriles que se improvisan expropiándole acera al peatón, el paria de nuestro tiempo, y donde es posible ser arrollado conforme a la ley apenas con desviarse para sortear una papelera. ¡La ciclón-calle! «Se suele decir que el hombre necesita sólo un par de metros de tierra —escribió Chéjov—, pero no es el hombre, sino el cadáver, el que necesita sólo eso».

Entre 2019 y 2021 los patinetes eléctricos causaron 1300 accidentes con víctimas: 16 fallecieron. Considerado un vehículo con motor más, aunque no sujeto a todas sus normas —ni formación ni permiso ni seguro de responsabilidad—, goza en la práctica de impunidad y es corriente ver al homo erectus sobre ruedas por zonas peatonales, cruzando pasos de cebra con auriculares, con el móvil en la mano, o abrazando a otro pasajero a lo Titanic, con la conciencia tranquila de salvar un pedazo de Antártida a cada metro. El patinete eléctrico es el palito selfi de los vehículos, pues retrata a quien lo conduce en una egofoto que pretende ser moral, pero que remite al meme.

Aquellos que se reían de Marichalar en patinete hoy vuelan como marichalados por los centros urbanos. Los niños ya no tienen pataletas sino patineteletas y el ejercicio que más practican es el del pulgar saltando sobre el móvil. Este tipo de micromovilidad, que constata una tendencia al empequeñecimiento de las aspiraciones junto a las microviviendas, el microtrabajo o los microsueldos, favorece el turismo rápido, una forma de viajar no para ver mundo sino para verse en el mundo, que tan bien combina con la comida rápida y esas hamburgueserías de la opinión que son las redes sociales.

En una sociedad que imprime prisa, ir lento es un acto revolucionario. No hay flâneur en patinete ni posibilidad de conquista: el «aquí te pillo, aquí te mato» es literal. A diferencia del paseo, que permite centrarse en uno y olvidarse de uno al mismo tiempo, el patinete contribuye al autismo del hombre moderno, a esa versión robotizada del ser humano que no manifiesta la libertad de su espíritu, sino la libertad de sus dispositivos, y que renuncia a un conocimiento vivencial de la ciudad. La ciudad que no se vive, muere, por eso cualquier tiempo paseado fue mejor. Claro que caminar es una sostenibilidad que requiere esfuerzo, la verdadera especie en extinción de nuestros días.

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