Opinión

Síndrome posvocacional

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photo_camera Ilustración: Jorge Pereira.

En la playa de la milla de oro marbellí han quitado el parque infantil acuático que tanto critiqué este verano. El mar ya sólo juega al dominó con las olas. Las embarcaciones de regodeo se han retirado ante la falta de público envidioso. Permanecen en formación ejércitos de tumbonas, listas para su propio descanso. También resisten las sombrillas de paja, como adornos de cócteles solares que pocos toman. Hay jornada de brezos caídos en los chiringuitos, que parecen cuadros de Hopper. Las brasas se agotan de aburrimiento en el solárium del espeto y una pinchadiscos selecciona música para las palmeras, que más que bailar se desperezan.

En lugares volcados en el visitante se da un síndrome posvacacional singular: la añoranza de las vacaciones de los demás, como hay quien siente nostalgia de los niños de otros. Vivir donde se veranea no es lo mismo que veranear, pero una, que ha renegado del chapapote turístico, ese no poder caminar por la ciudad sino a pasos cortos, de muñeca de Famosa, se descubre estos días echando de menos todo aquello que le sobraba hace apenas unas semanas. Igual que la esposa que abomina durante años del sonido a chancla mojada que emite su marido al masticar, o de su manera de usar la servilleta como si en vez de limpiarse la boca quisiera borrársela, y el día en que muere maldice la pulcritud de sus vistas vacías y la perfecta tristeza del mantel para uno.

Avisó Tolstói que los amores verdaderos suponen una renuncia a la propia comodidad. Por eso quien siente devoción por el verano extraña hasta lo que le disgusta. Cuántos odios, además, no son más que una fugaz antipatía, la espina clavada de algo que en el fondo nos es amable, como el tojo. Se aborrece lo ordinario del verano porque quien se queja de lo vulgar mantiene vivo un ideal de belleza. Soñamos con un estío modélico del mismo modo que Indro Montanelli soñaba con encontrar a una mujer alta, delgada, con cuello de cisne, ojos azules y cabellos de oro, infinitamente dulce y elegante… para acompañarla cada noche a su habitación y luego correr “al burdel con una puta gorda chabacana”. Nos encamamos con lo terrenal para poder suspirar por el paraíso.

Si apasiona el verano es porque se establece con él una suerte de amor cortés, que no llega a consumirse al no consumarse del todo. Siempre hay algún obstáculo -el calor, las medusas, los mosquitos, la picadura visual de la moda cani-cular- que salva el deseo y favorece la queja, que es una forma de no resignarse al destino. “¿Qué puede echarse de menos a esta hora magnífica, desde este gran balcón del mundo?”, le preguntó un entusiasmado Blasco Ibáñez a Unamuno en París. Y Unamuno replicó: “¡Gredos!

Una, que es perseveraneante, que no ha tenido mayor vocación en su vida que veranear, languidece ahora víctima de un síndrome posvocacional, como las hojas suicidas de los árboles. Pero, descuide, no alcanzo el catastrofismo del secretario general de la ONU. Siempre es verano en un flechazo, en la hamaca caliente de algunos abrazos, en el refresco de conversaciones chispeantes, en las sonrisas que se abren como sandías, en la poesía que sombrillea para protegernos de la insolación de la actualidad. Siempre es verano en la ibicenca blancura de la nostalgia. Ha llegado el otoño, sí; pero, cada atardecer, Dios sigue preparando su barbacoa.

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