Opinión

Un saludo

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Nada hacía presagiar que aquella sería una mañana diferente: el jazmín azul se desperezaba en la pérgola, convertida en cielo antes del cielo; los niños gritaban en la piscina con bañadores de colores también chillones, como si el verano los estuviera preparando para tertulianos; la televisión anunciaba gira del presidente para seguir escuchándose a sí mismo; por los jardines de la urbanización, paseantes abducidos corroboraban que los extraterrestres eran los móviles. Entonces ocurrió; fue casi inaudible, apenas un segundo, dos quizá, pero sucedió: un vecino me dio los buenos días. No fue el saludo de D’Annunzio cuando visitó por primera vez a Sarah Bernhardt: «¡Bella! ¡Magnífica! ¡Dannunziana! Buenos días, señora», aunque me impresionó igual.

Cada día es menos frecuente que alguien salude al cruzarse con un vecino, al entrar en un establecimiento, en una consulta o en un medio de transporte. Saluda uno al sentarse en un tren o en un avión y recibe una mirada de desconfianza, como si fuera a pedir dinero. El ciudadano que da los buenos días o las buenas tardes se percibe ya como sospechoso, y no es de extrañar: si algo recalcan las informaciones de sucesos es que el agresor «siempre saludaba».

Que la cortesía deje de ser costumbre es síntoma de mala educación, pero, sobre todo, de la paradójica desconexión del hombre moderno, que nunca tan asocial ha sido como desde que tiene redes sociales: vive enwifismado en esa celda de aislamiento que es el móvil, la más eficaz, pues ofrece un espejismo de compañía y libertad. Si el Lute hubiera tenido teléfono inteligente, quizá no se habría fugado. Las nuevas generaciones, para quienes vivir al límite es entrar en la bandeja de correos no deseados, reniegan de la interacción espontánea, sin filtros: apenas llaman por teléfono y, según un estudio, en 2030 pasarán del acto sexual, que con la ley del «sólo sí es sí» bien podría denominarse «acta sexual». Una discoteca australiana ha prohibido incluso mirar sin consentimiento; como para atreverse a saludar.

El periodista Jesús Álvarez cuenta que se sentaba a ver la tele con su hermana hasta que aparecía su padre en el Telediario y decía: «Hola, buenas tardes». Entonces contestaban «buenas tardes, papá» y se iban al colegio. Mi padre se molestaba si alguna vez respondía a su «buenos días» con un mohíno «hola», porque dar los buenos días excede la simple bienvenida: lleva implícita la celebración de un nuevo amanecer, como las olas llevan el descorchar del champán en su espuma. «Buenos días» es una expresión acogedora que recuerda que todo lo bueno es posible aún y que ayuda a recuperar la materialidad en un mundo cada vez más abstracto: no se saluda para asegurarse de la existencia del otro, sino para cerciorarse de la propia.

Cuando alguien desatiende su saludo, mi padre insiste, pero a voz en grito. Saludar es saludable. Como un amigo le advirtió a Christopher Hitchens, «nunca tendrás una segunda oportunidad para causar una buena primera impresión». Quien renuncia a saludar se priva también, llegado el caso, de poder retirar el saludo como educada alternativa al insulto. Puede parecer infantil, pero mi marido y yo tenemos una canción de buenos días. Aunque no nos levantemos de buen humor, la cantamos. Y de repente el día mejora, porque a veces las cosas se arreglan sencillamente cuando se alegran.

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