Opinión

AIRE

No hay ningún interés por el debate político en una gran parte de la ciudadanía. Se ha perdido la confianza en los partidos. Ni siquiera se escuchan sus ofertas programáticas. Poca gente cree que lo prometido en las campañas electorales se cumplirá al alcanzar el poder. La mejor demostración de esta negativa predisposición es el resultado de las últimas encuestas. Rubalcaba, el único candidato que se esfuerza en presentar medidas nuevas para afrontar la crisis, no sólo no mejora sus perspectivas, sino que estas parecen empeorar semana tras semana.


No es ésta una campaña propicia para debates, ideologías, valores o propuestas diferenciadas sobre los asuntos públicos. El estado de ánimo de los electores predispone al voto poco reflexivo, basado en sensaciones epidérmicas, castigos más o menos merecidos o simples percepciones identitarias. Al final, parece que se votará sin ilusión alguna, sin pararse a pensar en las probables consecuencias que conlleva la opción elegida. Muchos se apuntarán sin más al cambio, como una respuesta automática y paradójica al descrédito de la política. Movidos, diría Borges, más por el espanto que por la esperanza.


En todo caso, el desinterés por la política viene ya de lejos en España. Desde hace años, en la Encuesta Social Europea, los españoles somos los de menor nivel en competencia política del continente. Y los que menos esperan que su opinión influya o determine las decisiones de los gobernantes de turno.


Nada nuevo por tanto, aunque es seguro que la actual crisis ha empeorado todavía más los datos de ese estudio sociológico, con la evidencia de que, en el mundo de hoy, el poder financiero y los agentes económicos ajenos a los procesos democráticos, son los que realmente marcan nuestro presente y nuestro futuro.


En todo caso, no es este el único motivo de la creciente desafección política de la ciudadanía. Los partidos, elementos centrales en la democracia representativa, no han afrontado la transformación que las sociedades modernas les demandan. Son aún estructuras rígidas, lastradas por la endogamia de la militancia, demasiado dependientes de los cargos electos y de la 'vida orgánica'. Encerrados con un solo juguete, como titularía Juan Marsé. Sin el suficiente feedback para con la gente que pretenden representar. Temerosos ante la entrada de savia nueva que pueda romper la baraja que tanto ha costado reunir.


Un diseño éste mucho más negativo para la izquierda que para la derecha. Los partidos conservadores adoptan con naturalidad formatos organizativos parecidos a la empresa clásica, con objetivos sencillos para compartir sin dificultad: éxito, crecimiento... Las ideas y los valores pasan, en su caso, a un segundo plano cuando no conviene sacarlos a relucir. Para la izquierda eso es imposible. El debate y la renovación permanente son sus señas de identidad. Y si el aire no circula dentro, vendrá de fuera.


El 15M es aire democrático de izquierda, aunque a corto plazo pueda ser electoralmente perjudicial para ella. Ha nacido sin una táctica o estrategia claras, pero con dos bases conceptuales firmes: arrebatar al poder financiero global la llave del futuro que ahora monopoliza y alentar la presencia y la influencia de los ciudadanos en los asuntos públicos, rompiendo el monopolio de estructuras arcaicas como son los partidos políticos actuales.


También las primarias del Partido Socialista francés han sido aire nuevo. Abriendo sus puertas de par en par para la elección del candidato a la presidencia, el PSF ha conseguido en pocas semanas pasar de ser una organización decadente de 200.000 afiliados, a otra de tres millones de franceses que ya consideran al partido como propio, se sienten protagonistas de su devenir y recuperan además el gusto por la opinión libremente expresada, por la participación en la política. Que cunda el aire.


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