Opinión

DESVARÍOS

Hay un tipo en Buenos Aires que tiene un cuaderno. En él recopila todas las noticias increíbles y disparatadas que salen en los diarios. Las recorta y las pega. Cada tarde, después de cerrar la tienda, enciende un cigarro y repasa unos cuantos periódicos atrasados de cualquier lugar del mundo que su amigo, el del quiosco, le proporciona para buscar en ellos material para sus sueños.


Puede que sea 'Un cuento chino', pero dicen los vecinos que todas las noches llega gente de incógnito a su casa. Entonces, y sólo entonces, la luz del desván se enciende unos instantes para apagarse enseguida, justo cuando la visita sale por la puerta para perderse en la oscuridad de la calle. O en el blanco del papel, que es lo mismo. Se especula que de ese humilde cuaderno se ha nutrido la literatura de las últimas décadas y que son innumerables los narradores que en él han encontrado la inspiración para escribir sus relatos y sus cuentos. Es sabido que la realidad supera siempre a la ficción. O al contrario que, como Vargas Llosa dice, 'la verdad de las mentiras' nos ofrece un universo más profundo que el de nuestra limitada experiencia personal.


Alberto Manguel, argentino también, quizás usuario del cuaderno, escribe en 'La ciudad de las palabras' que 'las ficciones, al traspasar la apariencia de las cosas, pueden aliviar, iluminar y mostrar el buen camino'. No es mala receta para el difícil verano que estamos atravesando. Contar historias, soñarlas, escribirlas o leerlas nos hace bien. Cambia, con palabras nuevas, nuestro ofuscado sentido de la realidad.


Por eso quiero contaros un sucedido la semana pasada en la isla de Ons. Durante un hermoso día de sol y agradable brisa del norte. Por casualidad, como siempre pasan estas cosas, compartí una caldeirada de pulpo con una probable sirena. No puedo asegurarlo por completo. El mantel de la mesa del restaurante del puerto le tapaba los pies. O la cola, si estoy en lo cierto. En todo caso existen fundadas razones para creerlo así. Más tarde lo entenderán.


Antes me había bañado en la playa de Melide, después de leer un rato 'Dama de Porto Pin', un delicioso libro de Antonio Tabucchi. Un compendio de recuerdos y relatos breves que transcurren en otras islas atlánticas: Las Azores. En las que nunca he estado, pero por las que siento una especial fascinación, cuya razón comprendí mejor al encontrar en el texto frases como esta: 'el Occidente no tiene fin, se desplaza con nosotros'. Un amigo marinero de Porto Meloxo afirma que en Flores, la más occidental de las Azores, reside el último lugar auténtico del planeta.


Después del baño recorrí la ruta del Faro, y en la ensenada de Gaveliñas me crucé con dos percebeiros que descendían a los acantilados para jugarse la vida con sus trajes de neopreno. Me parecieron gigantes tristes, hechos de la misma pasta que los balleneros de Tabucchi: 'las ballenas ven a los hombres, les oyen cantar y piensan que su canto no es un reclamo sino una forma de lamento desgarrador'.


Cansado y hambriento llegué al restaurante pasadas las tres de la tarde. Todas las mesas estaban ocupadas, pero la camarera me ofreció sentarme junto a una muchacha que iba a comer sola. Era conocida de la casa y seguro que no le importaría. Nos saludamos y empezamos a hablar. No recuerdo cuanto tiempo. Sus ojos eran verdes y profundos. Su edad, indefinida. Su relato, infinito. Conocía todos los puertos del mundo, había visto en el rostro de los marineros el hambre, el orgullo, la tristeza, la alegría, el miedo? A mis pies llegó, poco a poco, la frescura del océano. Ya entrada la tarde, poco antes de salir el último barco a Portonovo, me regaló un collar de conchas y me invitó al café. Me fui sin mirar atrás, conservando el recuerdo del improbable encuentro. Para poder contárselo hoy a ustedes. Y mañana, cuando este periódico le llegue, al hombre del cuaderno.

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