Opinión

LA LENTITUD DE UN INSTANTE

Del veloz Correcaminos siempre me llamó la atención la elegancia de su zancada y la indiferencia con la que trata al desdichado Coyote, el mejor prototipo que conozco de malo desgraciado. En cambio, del vaquero Lucky Luke sólo recuerdo ese mágico poder para disparar más rápido que su sombra, más deprisa que la luz. Un verdadero precursor de los ahora famosos neutrinos, que en su última carrera meteórica han conseguido saltarse la teoría de la relatividad.


Coincidiendo con la publicación de este nuevo descubrimiento de la física, aún provisional por lo visto, estuve en la exposición en el Thyssen de Antonio López, un lento legendario. Y descubrí que su lentitud no es el producto de un perfeccionismo obsesivo, de un pincel caligráfico, sino un admirable afán por atrapar el tiempo. Tarea que sabe condenada de antemano al fracaso, pero que para él es una manera honesta y fecunda de ocupar la existencia. El universo de un creador sin escuela. De un hombre hecho a sí mismo. Tan personal, a mi modo de ver, como Francis Bacon o Van Gogh.


Antonio López dice que “las cosas nunca se terminan; sólo se abandonan o se dejan de lado por una decisión aleatoria del autor”. Por eso cada vez que pasa delante de una obra suya, se le ocurre cambiar un detalle, borrar algo, rehacerla incluso. Muchas de sus pinturas están inacabadas, son sólo fragmentos de una realidad cambiante en la que cada instante es radicalmente diferente al anterior. Para el creador manchego, como para Heráclito de Éfeso, no hay otra fe que la que captan los sentidos. Nadie puede bañarse dos veces en el mismo río, porque cuando repite, ni el río ni el bañista son ya los mismos. Nada es eterno e inmutable. Ni siquiera el arte.


El realismo de Antonio López no sólo pretende reflejar fielmente determinada imagen. Es, sobre todo, el producto de su firme decisión para enfrentarse al tiempo sin trucos, con las únicas armas de su extraordinario dominio de la técnica en escultura y pintura. Librando una batalla que sólo puede afrontarse desde la humildad y la perseverancia.

Así se me antoja este lúcido artista: como un profesional de gran personalidad que a nadie pretende convencer porque él no está seguro de nada. Que parece feliz no por lo que tiene, sino por lo poco que necesita. En una entrevista con motivo de la exposición, realizada unos días antes en su casa, la que Víctor Erice -otro maestro de la lentitud y la sabiduría- inmortalizó en su película “La luz del membrillo”, Antonio López dice frases como estas: “Hay que hacer una llamada a la gente para encontrar el placer en las cosas básicas y renunciar a lo innecesario, es un acto de justicia que de no hacerse afectará también a los poderosos, o nos salvamos todos o ninguno…”


A esas elocuentes conclusiones ha llegado después de pintar, durante años, cuartos de baño inacabados, ensayos sobre ensayos, innumerables paisajes de la Gran Vía desde distintos ángulos, edificios en construcción, carreteras sin aparente interés… Anotando a lápiz en una esquina de cada lienzo, el día y la hora en la que intentó atrapar un irrepetible instante de luz. Trabajando infatigablemente con un método y una disciplina irrenunciables. Apartándose de los cantos de sirena que tantas veces le han tentado. Un buen ejemplo para los tiempos que corren, en los que lo esencial debería sustituir a lo superfluo.


Y en la última sala de la exposición, innumerables cabezas de bebés: las de sus nietos. Pequeños Budas dormidos que aparecen al final del camino de la obra de Antonio López. Solemnes y serenos en su sueño profundo. Figuras redondas y apacibles que transmiten a la mirada de quien los observa sin prisa, instantes de asombrosa lentitud. Mientras los neutrinos, más rápidos que su sombra, corren y corren por el espacio sideral.

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