Opinión

Infancia redentora

Un espectro solitario caminaba lentamente enfrentándose a una madrugada gélida, que obligaba a los más sensatos a refugiarse en el calor del hogar. El espectro era el Viejo Milenario que menospreciaba así los espíritus domésticos que viven satisfechos en la seguridad de su fortaleza. Mientras se desplazaba, musitaba reiteradamente una frase que machacaba su cerebro obsesivamente, haciéndole insensible a las inclemencias del tiempo: “La lucha por la existencia no es buscar una protección constante, es necesario desafiar a la naturaleza para integrarse en ella viviendo el encanto de la eterna desilusión; solo así se pueden superar los avatares de una presencia limitada y dolorosa”. Las imágenes de su pasado brotaban de su turbulento cerebro y le hacían revivir en un caótico pensamiento los acontecimientos más sobresalientes de su larga y fructífera existencia. Había sido maestro, militante comunista, había representado al Partido Socialista en distintas instituciones; miembro activo del movimiento cultural; había participado en conferencias, coloquios, seminarios, colaborado en libros y revistas. Activista contra el totalitarismo del régimen franquista, había desempeñado cargos de responsabilidad en ejecutivas de las organizaciones en las que había militado. Viajero impenitente, visitó más de cincuenta países y su amplia biblioteca le facilitó la lectura de cientos de libros; sin duda había vivido.

Hoy, al final del trayecto, un huracán interior alteraba su espíritu y tenía la certeza de que una terrible crisis se abatiría sobre la vieja Europa. El anuncio de una catástrofe de grandes dimensiones amenaza el futuro de la democracia en el continente; nuevamente el nacionalismo de rebaño se oponía a la integración de los pueblos en un proyecto común que garantizase el uso racional de los escasos recursos de un planeta exangüe por la avaricia de un capitalismo consumista y sectario. El espectro se estremeció, sus entrañas percibieron los crujidos que producía la caída de un gigantesco edificio construido con la sangre y el sudor de cientos de años de explotación del hombre por el hombre. Sintió una formidable tensión y una bandada de pájaros anunció el comienzo de una gran catástrofe; sintió frío y apuró, en la medida de lo posible, el paso tratando de alcanzar el refugio de su morada.

Profundamente fatigado, entró en su vivienda, comprobó que sus seres queridos dormían plácidamente ajenos a la incertidumbre de un próximo futuro. Se removió en su asiento al leer la prensa; los diarios dedicaban un amplio espacio a noticias rutinarias que se repetían como si el despertar de la marmota dependiera del beso de un príncipe azul. Pero un artículo de opinión firmado por un viejo y respetable político alertaba de la fragilidad de Europa, convertida física y políticamente en un apéndice peninsular del gran continente Euroasiático: el envejecimiento de su ya mermada población, el auge de la extrema derecha, la apatía de amplias capas sociales, la intolerancia con las minorías étnicas, la caída de la riqueza y la huida hacia la nada de los más jóvenes, la convertían en presa fácil del emergente poderío chino. La historia se repetía una vez más. Roma sucumbió víctima de la putrefacción de sus costumbres y de la incapacidad de sus dirigentes. El imperio otomano se fraccionó por la intransigencia y el terror que aplicó a los pueblos que vivían bajo su dominio, el imperio español se desintegró por la ineptitud y la corrupción de su nobleza… El Viejo Milenario arrojó el diario lejos de su alcance y sintió en su interior el demonio de la intranquilidad que le arrastraba como las aguas de un torrente imparable hacia una depresión letal; recordó la frase que había repetido incansablemente en su gélido paseo, lo que le permitió serenarse. Es en su exterior donde ve acentuada su inquietud. Teme por los suyos, porque en el fondo de su alma comprueba que los espíritus caseros viven satisfechos; cerró los ojos, recordó su infancia y en aquel instante rozó la felicidad.

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