Opinión

La soga y la pata de cabra

Soy yo acaso el guardián de mi hermano? Respondió Caín para ocultarle a Dios el asesinato de su hermano Abel, crimen inducido por el odio que provocan los celos. En las excavaciones efectuadas en la cueva de Atapuerca se confirma que el hombre primitivo era violento con los miembros de su propia especie. La Biblia no hace sino recoger un hecho innegable: el ser humano es instintivamente violento y solo el aprendizaje o la imposición de códigos puede contener esa violencia innata. Las religiones primitivas encauzaban la agresividad sacrificando animales sin excluir a otros humanos, cuando las circunstancias ambientales le eran adversas, tratando de apaciguar la ira de los dioses. También las guerras y reyertas son actos liberadores de violencias acumuladas y, por supuesto, la caza, que sigue siendo una actividad de emulsión de adrenalina que apacigua los espíritus.

En la actualidad, horripilantes noticias se convierten en habituales titulares sin que esto lleve a provocar una corriente de repulsa en los ciudadanos que obligue al legislador a adoptar medidas preventivas que pongan freno a la escalada de violencia que amenaza a una sociedad cansada y desmotivada. Una creencia muy extendida en la población es pensar que las leyes pierden su efectividad al no disponer de medios coercitivos suficientes para lograr sus fines. Afirman los sembradores del rencor que el más fuerte es el más violento y que la tolerancia es síntoma de debilidad que no protege a la ciudadanía. La colectividad se ha resignado a soportar la violencia de los que agreden a sus semejantes “peculiares” para satisfacer sus instintos más primarios. Carl Schmitt, filósofo y jurista, sostiene que los que descargan su ira alimentados por el odio al “otro” no se preguntan ¿quién es el enemigo? Actúan con la respuesta: “El otro es mi hermano, y mi hermano es mi enemigo”.

La sociedad de rendimiento, con su idea de libertad y desregularización, desarma las prohibiciones que constituyen la sociedad disciplinada. Así, estamos asistiendo impasibles a una revolución larvada que enfrenta a los defensores del ocio nocturno con las fuerzas de orden que tratan de impedir el caos que quebranta el derecho al descanso de los ciudadanos que cumplen con sus obligaciones sociales. Una, cada vez más numerosa, juventud que ha vivido en sus hogares el confinamiento de la pandemia no acepta el sacrificio ni las medidas que las instituciones del Estado han puesto en marcha y opta por la evasión de la positividad permanente, buscado la negatividad que les haga protagonistas y provoque más “me gusta”.

El Viejo Milenario acude con asiduidad a la lectura de las teorías del filósofo Byung-Chul Han y en su obra “Topología de la violencia”. Han profundiza en su análisis de la sociedad del cansancio y de la transparencia buscando sacar a la luz las nuevas formas de violencia que se ocultan tras el exceso de positividad. La brutal agresión de un adolescente de 13 años a una compañera de su misma edad, buscando sensaciones que un crimen arbitrario produce en el cerebro, es el ejemplo más palmario de una sociedad enferma desprovista de códigos morales y muy alejada de la ética.

El Anciano recuerda la película de Alfred Hitchcock “La soga”, donde los asesinos tratan de demostrar que su inteligencia les permite salir airosos del crimen que alevosamente han cometido. Es probable que el joven psicópata no haya visto la cinta de Hitchcock y haya utilizado una “pata de cabra” en vez de una soga, pero en ambos casos el imperativo de la transparencia hace desaparecer toda discreción. Su obscenidad en alardear del mal los hace caer en la destrucción de sus vínculos sociales, algo que no les importa, pues su interés radica en dirigir sus energías destructivas a la construcción de un yo claramente disruptivo que les proporcione protagonismo social. Solo la educación en valores puede corregir la innata naturaleza animal del mono desnudo.

Te puede interesar