Opinión

EVALUACION

La crisis económica y financiera en que estamos sumidos ayuda a evaluar y examinar el tamaño y eficacia del sector público y, cómo no, el desempeño del personal al servicio de las administraciones públicas. Esta tarea, la de evaluación, y posterior difusión a la opinión pública, del trabajo de los empleados públicos es fundamental. No sólo para que se conozca por parte de los responsables la eficacia y eficiencia de los entes públicos, sino para que la ciudadanía conozca con más detalle el grado de cumplimiento de objetivos de todos los componentes del sector público.


En España, en términos generales el complemento de productividad todo el personal sabe cómo se reparte. En la Universidad, sin embargo, se viene practicando desde hace unos años, con luces y sombras, un sistema de complementos variables en función de evaluaciones de la investigación y de la docencia que, aunque se puede mejorar en muchos aspectos, al menos están obligando a que los profesores aumenten su rendimiento docente e investigador si es que pretenden ver mejoradas sus retribuciones, todavía no acordes a la naturaleza del quehacer y oficio universitario.


En efecto, de un tiempo a esta parte, ahora más por la crisis, la evaluación de las diferentes políticas públicas constituye una función básica que permite conocer la eficacia, la eficiencia de la sanidad, de la educación, de las ayudas sociales, por ejemplo. El problema reside en la elección de los parámetros a partir de los cuáles se realizará la evaluación. No es lo mismo, por ejemplo, en materia de educación superior, evaluar indicadores como las publicaciones, la calidad de la docencia, los fondos bibliográficos o el número de tesis doctorales que, por ejemplo, el rendimiento de los alumnos y la calidad de su proceso del aprendizaje.


Es verdad que el rendimiento de los alumnos y el aprendizaje conforman una parte, ciertamente muy relevante, de la educación superior. También es menester evaluar la capacidad del profesorado para la transmisión del conocimiento de manera que, en efecto, como quiere la declaración de Bolonia sobre el espacio europeo de educación superior, el centro de la educación universitaria se coloque progresivamente en el alumno, de forma y manera que los profesores asuman su función en orden a facilitar y fomentar un proceso de aprendizaje abierto, plural, dinámico y crítico.


Hasta ahora, el principal indicador para medir la excelencia de la educación universitaria se ubicaba en el lado del profesor: en su capacidad docente, en su actividad investigadora. Ahora, además, tendremos que analizar rigurosamente el rendimiento de los alumnos y la calidad del aprendizaje. No será fácil ni sencillo buscar parámetros o indicadores que nos permitan evaluar con rigor estos extremos porque a nadie se oculta que vamos a tropezar con el parapeto de lo políticamente correcto, con la retórica demagógica o con los argumentos cuantitativos.


La universidad norteamericana, que en términos generales es la mejor del mundo, acaba de sentenciar que hay que pasar de un sistema centrado en el prestigio y la reputación a otro basado en el rendimiento. Aquí seguramente seguiremos anclados en planteamientos antiguos, en análisis y reflexiones conservadoras de la propia posición mientras los países de vanguardia progresan libres de ataduras y tópicos ideológicos que, entre nosotros, a causa del miedo a la libertad y del miedo a la competencia, siguen, hoy como ayer, dificultando el camino de las reformas reales, el camino del compromiso con la excelencia.


Hoy, sin embargo, la ciudadanía exige conocer el grado real de eficacia de las estructuras administrativas y de las personas que en ellas laboran. Ya no vale con complementos lineales. Es tiempo de instrumentar sistemas de evaluación que midan realmente la cantidad y el trabajo que se realiza. De lo contrario, la estabilidad de la función pública, es lógico, pasará a mejor vida.

Te puede interesar