Opinión

Postal de Vigo

La peculiar banda sonora civil de Vigo se sobrepone a los coros desafinados de sus instituciones oficiales. Este es un barco de muchos patrones en el que, en realidad, marcan los rumbos, seleccionan la potencia de los motores, avivan las calderas, lanzan o recogen el ancla a su antojo, los marineros. Aquí, parece que mandan los que mandan, pero los relojes de los inquilinos de los despachos oficiales nunca están sincronizados con los relojes de una población que ha hecho de sus parroquias, de sus sectores industriales, de sus asociaciones de vecinos, de sus gremios, auténticas fortalezas inasequibles al desaliento e inexpugnables ante las embestidas de los acuerdos plenarios, de los bandos municipales o de los designios de los dioses compostelanos. Vigo is diferent. Y aquel que se atreve a interponerse entre los vigueses y su inescrutable destino colectivo, suele acabar aprendiendo la amarga lección de cómo aspirar a ser líder de la ciudad y morir en el intento.


Este ecléctico ejército civil del sur de Galicia, se parece un horror a aquel ejército de Napoleón Bonaparte que avanzaba imparable por la geografía europea: nunca sabes en qué mochila, de cuál de los anónimos soldados, viaja un bastón de mariscal de esos que acaban poniéndose al frente de una manifestación, de una carga de la infantería ligera, más allá de los planes y los plenos de los altos estados mayores. Aquí, los generales con mando en plaza, los alcaldes, los presidentes de la Autoridad Portuaria, los gerentes de la Zona Franca, no consiguen casi nunca mirar hacia atrás y contemplar que les siguen sus ciudadanos, ¿sabes? En realidad se pasan la vida mirando hacia adelante, intentando seguir la dirección que marcan las huellas que dejan los gobernados en sus distintas, y a veces distantes, migraciones a través de una serie de presentes históricos compulsivos.


La soledad del flautista


En otras ciudades de Galicia, los alcaldes y los altos mandatarios urbanos disfrutan, de vez en cuando, de una grata sensación parecida a la del flautista de Hamelin. Hacen sonar su melodía a través de los medios de comunicación, y comprueban que les siguen sus ciudadanos. Aquí, en nuestra ciudad de Vigo, el ilustrativo cuento de los hermanos Grimm acaba convirtiéndose casi siempre en una pesa dilla. El flautista suele acabar quedándose más sólo que Ortega Cano, tras apagarse la voz y la vida de ‘la más grande’, y la insoportable levedad del ser se instala, como una epidemia crónica, en los despachos oficiales, que pasan de oscuros objetos del deseo a descorazonadoras cárceles del alma. Mandar en Vigo, gobernar en esta ciudad ingobernable, con un indescriptible chip civil que le permite progresar por su cuenta y riesgo, es un sueño virtual del que uno se despierta al día siguiente de haber tomado posesión de alguno de los cargos. Aquí, los solistas de los diferentes partidos que forman la desafinada orquesta sinfónica de Galicia, brillan por su ausencia. A los Paco Vázquez, por ejemplo, se les da una patada hacia arriba y se les coloca a las puertas del Vaticano, que deben dar acceso directo al reino de los cielos. Y a los Sánchez Bugallo, aprendices de aquel brujo municipal al que llamamos durante años Arturo Estévez, se les acaba haciendo un hueco en el paraíso socialista del Estado, entre el coro de ángeles y arcángeles que rodean a José Luís Rodríguez Zapatero. La irresistible ascensión del alcalde compostelano entra ya a formar parte del complejo entramado del misterio de las catedrales. Probablemente, se haya convertido en un artista a la hora de manejar el botafumeiro, a ver si me entiendes, ése artefacto que impregna de incienso el santuario de Monte Pío. Y, bueno, a la derecha de dios padre, para los creyentes de esa religión del puño y la rosa, han situado a un lucense llamado Pepe Blanco, con el que se ha obrado el milagro de la reencarnación de Alfonso Guerra. No me extraña que el socialismo vigués rumie continuamente entre dientes el verso de Benedetti inmortalizado por Serrat: ‘El sur también existe’.


El pequeño cieliño galaico que las urnas le han dejado al PP, está situado a orillas del Lérez, a merced de un dios en miniatura al que llevamos años llamando Rafael Louzán. Los votos, desde Vigo con amor, los ha puesto Corina Porro. Pero las firmas debajo de los decretos, de las subvenciones, de las inversiones, las estampa este peregrino que salió una vez de Ribadumia diciéndole a sus vecinos: ¡o llevaréis luto por mi! Hombre, si, hay reminiscencias viguesas en el pasado y presente de ése aspirante a Sumo Hacedor galaico que responde al nombre de Alberto Núñez Feijóo (tiene su domicilio en la ciudad), aunque, como dice la canción de Facundo Cabral, no es de aquí, ni es de allá, aunque tiene edad y mucha gente espera que porvenir. Y en la biografía de Anxo Quintana, esa especie de Papa de Avignon en versión laica y galaica, figura su paso como alumno de los Jesuitas de Vigo. Pero, en conjunto, ser vigués resulta un hándicap en los currículos de los aspirantes a los olimpos políticos gallegos. Incluso Dolores Villarino, presidenta del Parlamento, salió de la cantera olívica, pero contempló por primera vez el mundo en Xinzo de Limia.


La placenta del caos


No es que los planes urbanísticos, por ejemplo, estén condenados a ser papel mojado por las siglas de las siglas. Es, más bien, que nuestros gobernantes virtuales, con carné del PP, o del PSOE, o del Bloque, no acaban de enterarse de que la placenta sociológica en la que crece, se desarrolla y acaba viendo la luz esta criatura a la que llamamos Vigo, generación tras generación, es el caos organizado espontáneamente. En ese sentido, la clase política viguesa es carne de diván de psiquiatra. Echarse en él, largar en voz alta sus monólogos de frustraciones, y poder escuchar, al final, la voz de un discípulo de Freud susurrándoles, uno a uno, al oído: olvídese usted de su sentimiento de culpabilidad. No son los políticos de esta ciudad los que no encuentran soluciones; es la ciudad, los ciudadanos, los que no queremos que las busquen; los que no permi timos que las planifiquen; los que estamos encantados de que den la menor lata posible en sus despachos o moviéndose inútilmente, de un lado para otro, en sus coches oficiales, que nunca saben de dónde vienen, por dónde van y a dónde deben llegar. Nunca una ciudad ha necesitado tan poco a sus políticos y unos políticos tanto a su ciudad.


Al amanecer, kilómetros y kilómetros de playa, los vigueses miran este agosto hacia los cielos a ver si descubren el sol entre tanta nube meteorológica y tanto nubarrón económico. Es el único sol que puede sorprendernos apareciendo en el horizonte físico que alcanzan nuestros ojos. El otro, el metafísico que se vislumbra con el pensamiento, los partes meteoroeconómicos y los conjuros de la banca, auguran tiempos de penumbra. Es precisamente en esos tiempos, cuando mi ciudad saca su garra civil, como la zurda implacable de Rafa Nadal, y le demuestra al mundo, al Estado, a Galicia su infinita capacidad para practicar el passing shot con ése terrible enemigo al que llamamos crisis, ay, que ha vuelto a subir a la red para rematarnos con una volea de esas que puede ser punto de partido. Los jerifaltes de la Comunidad Galaica no es que le tengan miedo a los políticos vigueses, sino a los ciudadanos. Saben que aquí sobran buenos vasallos e intentan impedir, por todos los medios, que tengamos buenos señores. El tiempo pasará, como cantaba el viejo Sam en Casablanca, pero a Galicia, a los gallegos, siempre les quedará Vigo, como a las sombras de celuloide de Humphrey Bogart e Ingrid Bergman siempre les quedará París.



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