Opinión

El consuelo imposible

Hay momentos en los que a uno le gustaría no estar, esos en los que la vida obliga a caminar por la cara B mientras la tragedia nos golpea y marca a fuego unos acontecimientos dramáticos que se suben a la mochila en la que sobrellevamos el transitar cotidiano. Son los momentos del dolor descarnado, en el que todos nos sentimos solidarios y sacamos lo mejor para dejarlo a disposición de quienes necesitan ayuda. Es ese tiempo en el que nos sentimos tan próximos, que nos ponemos en el lugar de las víctimas, de los familiares; todos, presos de la emoción desatada por un desastre que desborda.

La curva de Angrois quedará ya incorporada al imaginario colectivo, como el 24-J, grabados los dos a fuego en los anales de la crónica negra de esta tierra vecina de la tragedia, que cuando se disponía a festejar el día grande del Apóstol y de Galicia y velaba ideas para apuntalar el Día da Patria, se dio de bruces con la desesperación. La imagen de la gente mirando a distancia hacia el amasijo de hierros tumbados sobre la curva maldita evoca a aquella otra tan familiar de las madres, mujeres, hermanos o familiares de pescadores sobre el acantilado, con la mirada perdida en el horizonte en esos instantes en los que el mar decide cobrarse su tributo en vidas queridas.

Es el momento fatídico de los por qué desesperados al viento, sin respuesta posible. Por qué esa velocidad homicida; por qué se puede controlar lo que hace un aparato en Marte y no las posibles locuras de un tren entre Ourense y Santiago. Lo peor es que la ciencia será capaz de reconstruir cada instante de ese viaje sin final, pero no lo fue de evitar las veleidades de la debilidad humana coqueteando con la marcha desbocada de un convoy cargado de gente en busca de una meta que el destino les truncó.

Necesitamos días, que salga el sol y corra el aire para levantarnos y digerir este trago amargo, agarrarnos al duelo que nos devuelva a la normalidad, aunque hoy para mucha gente, al calor del recuerdo de los seres perdidos, ese sea un objetivo sin alicientes, porque su único consuelo es ya un imposible.

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