Amoeiro se propone distinguir a los exalcaldes y concejales de la democracia. El alcalde justifica la medida como reconocimiento a los servicios prestados y los desvelos sufridos en la etapa dedicada a la gestión municipal. Se supone que es una forma de buenismo institucional, pues en ningún sitio existen méritos para laureles colectivos. El gesto seguramente dice bastante en favor del talante del actual regidor al abanderar tal iniciativa, pero convendría cuidar el reparto de incienso urbi et orbi, pues nada desnaturaliza más el honor que su banalización. Lejos de hacer resplandecer el bien, este tipo de iniciativas corren el riesgo de consagrar una gran mentira y, sin quererlo, devaluar los méritos de los verdaderamente merecedores de ver perpetuada su memoria por la labor pública.
De otra parte, sin salir de Ourense hay ejemplos sobrados de decisiones tomadas al calor de acontecimientos que con el paso del tiempo resultan muy difíciles de sostener. Aquí se dedicaron homenajes públicos permanentes a personas cuya aportación a lo público fue una desdichada muerte en accidente de tráfico. En la decisión de conceder el nombre de personas concretas a espacios públicos, puede que aparezca como argumento de mayor peso la capacidad de la autoridad de turno para imponer su criterio. Sin más.
Mientras, en esta misma provincia hay decenas de personas -por ser prudentes- sobradamente merecedoras de laudes institucionales que permanecen en el desván del olvido, sin que nadie les rescate. Tres ejemplos, sólo: Olga Gallego -qué oportunidad para bautizar la nueva Biblioteca si es que un día funciona- Segundo Alvarado o López Morais, tres eximios con cuya desaparición el poder dejó enterrar su memoria. Hay excepciones, digámoslas también: Manolo de Dios, sólo atribuible a la tenacidad de sus amigos, que impidió que su obra fuese pasto del marasmo y situarlo donde se merece. De momento, han conseguido la grabación de Ourense no solpor para convertirlo en himno de Ourense. A ver si logran ver el sueño culminado.
