Opinión

El infierno de cada verano

Como cada año a partir del quince de agosto, más o menos -salvo que llueva- los pirómanos desatan toda su capacidad incendiaria sobre la provincia de Ourense. También sobre otros lugares de Galicia y de España, pero aquí solemos llevarnos la peor parte debido a las pésimas condiciones en las que se encuentra el monte. La maleza vieja y seca que se extiende sobre miles de hectáreas de superficie abandonada a su suerte, se convierte en una gigantesca tea capaz de extender el fuego en minutos como si se quemase gasolina o aceite pesado.

Quienes fuimos niños del rural en otro tiempo y criados en las proximidades del ferrocarril, guardamos una especial sensibilidad contra el fuego.

Pese al paso de los años, la memoria personal recuerda con nitidez los sobresaltos que varias veces cada verano provocaba el tren que subía por Seixalbo pocos minutos antes de las tarde, tirado por una máquina de vapor, de cuya chimenea salían chispas del carbón en combustión, que si caían en lugar propicio, originaban un incendio en menos que canta un gallo.

El dispositivo de extinción lo formaban entonces los vecinos, que iban dando la voz de alarma, de forma que en un abrir y cerrar de ojos nuestra berenguela parroquial -no lo es, pero tiene un sonido bien señorial- indicaba al movimiento voluntario que había que dejar de comer para tratar de apagar el fuego. El espontáneo dispositivo, tan voluntarioso como precario, tenía una eficacia por encima del noventa por ciento, gracias a la limpieza de los montes, hoy casi inexistente.

La convivencia con el riesgo de incendio casi continuo hace pensar en las averías mentales que sufren quienes son capaces de plantar fuego, sabiendo del peligro potencial que genera y el daño que causan a la sociedad.

Es difícil hallar razones de peso para que alguien plante fuego voluntariamente, por eso todavía es preciso concienciar a las masas de que con el fuego en el monte no se juega. Hay que tener presente que el sector forestal y la sociedad en general -la gallega y la ourensana en particular- claman en busca de soluciones estructurales más allá de motobombas e hidroaviones.

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