Opinión

Otoño

Rico es, desde luego, el otoño. Quiérase o no, con su aire levemente nostálgico en el aire, cruzando de oros la tarde inquieta, estremecida de presagios, el otoño llega como siempre con las manos cargadas de riqueza. Es la tierra madre, que se dulcifica, entregando libremente las últimas alegrías cereales y vinícolas. Bajo esas manos de rubrillos lujosos, late una cierta melancolía de indeciso color de indefinido signo. Se serenan las horas, se puede escuchar sin amarguras la voz del propio caminar.


Otoño. Otoñada alargada de vagos contraluces, últimos soles, vientos que dicen adiós, primeras lluvias sorprendidas, inexpertas; cielos múltiples, como aprendiendo...


Pero el otoño, dentro, es un remanso, una vuelta, un tránsito. El otoño es un tiempo, una fase, un hueco óptimo para la meditación: una mirada hacia dentro.


La ciudad tiene de nuevo su rítmico compás de trabajo. Ha vuelto al reloj a su inflexible dictado. Monotonía tras cristales siempre cantando la máquina de todo trabajo: esta pluma, ese ordenador, ese torno; un martillo siempre.


Meditemos en otoño: que se viene el tiempo en que la sangre tendrá menos temperatura y será más fácil cabalgar. Será tiempo de encierro. Que muchas prisiones tendrán el propio corazón: repetidos pasos, repetidos trabajos.


Ya ha cesado ese vital, frenético vivir hacia fuera que es el verano. Cesó el derroche de vida -que fue velocidad- y deseos -que fue pasión- de un verano verdaderamente caliente.


Sí: es más fácil cabalgar ahora, pluma en mano u ordenador, la sangre acallada, la mente más clara.


Se viene el tiempo del ahorro -no crematístico sino humano y esencial-. Hay que hacer proyectos de ética. Tenemos que ver hacia donde tira la estrella.


Calcular como es la dureza perfecta de los anhelos. Tensar los preciosos metales de nuestra inabordable, misteriosa interioridad. Meditar...


¿Cuál es lo conseguido? Dónde estuvo el fracaso del invierno -vida al ralentí- que pasó. Y la estrella que sea polar. Y a ella ir, oscuramente, recapacitando perfecciones pequeñitas, pequeños éxitos de cada día. Toda vida del hombre o mujer es anhelo de perfección: trabajos bien hechos, cortesías -que tienen otro nombre-. Y paz. Paz.


Las gentes mozas de libros llevar llaman ‘Curso’ a este tiempo ahogado en fríos, aguas y trabajos. Su cosecha -fin de curso- vendrá en explosiva, radiante primavera. Debemos llamar curso, que es camino, a esta espera acumulativa, activa, de virtud.


Este fluir callado que forma, año tras año -la vida pasando- hasta esa edad perfecta de sensatez. Alcanzar, escalón a escalón -curso a curso- una ataraxia antigua. Y que sea lucha por el equilibrio -como siempre, paradoja- esa andadura sin focos, oscura.


Al comienzo de la meditación que cada uno escuche su propia melodía, el canto de su propia estrella, el concierto del propio corazón caliente: la deriva de los días.


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