Opinión

Recuerdos


A través de la actividad propia -o por virtud de hechos ajenos- el hombre va uniendo a su persona un conjunto heterogéneo de relaciones jurídicas que se le vinculan a sus semejantes, o incorporando a su patrimonio poderes varios sobre las cosas que pueden serle útiles. Con el tiempo nos convertimos en acreedores o deudores de los demás, en propietarios de derechos, de cosas, de títulos; al cabo de unos años este conjunto de relaciones tiene un cierto volumen, mayor o menor, distinto para cada uno. Pero, en un momento determinado, al muerte inevitable corta la actividad económica, familiar o social del hombre y se plantea el problema del cual deba ser el destino de todas aquellas relaciones jurídicas. Que su desaparición no es posible parece evidente. Nadie se conformaría en ser acreedor de nadie si la muerte del deudor fuera motivo suficiente para la extinción de la deuda; nadie haría el más mínimo esfuerzo para la consecución de nada si la muerte llevara consigo la destrucción de los derechos adquiridos con el propio trabajo. La vida, en todas sus manifestaciones, sólo es posible si se supera de algún modo la solución de continuar, a pesar de la muerte de su titular. Desde muy antiguo la solución a este problema se ha encontrado en la continuación de la personalidad de los hombres, interrumpida por la muerte en otros individuos que reciben de modo impreciso, el nombre de ‘herederos’. Por ejemplo, la propiedad de una finca no se extingue con la muerte de su titular, sino que pasa al heredero, quien ocupa el lugar del fallecido y, en cierto modo, continúa su personalidad; la obligación de devolver una suma recibida en préstamo o de pagar una letra de cambio no se extingue con la muerte del deudor, sino que continúa en la persona del heredero.

Y, desde antiguo, también se ha admitido que, con ciertas limitaciones, la determinación de la persona o personas que deben continuar la personalidad del difunto, o el nombramiento de aquellos que deben sucederle en sus derechos y obligaciones, puede corresponder al propio interesado; que cada uno de nosotros puede decidir, en vida, a quién deben ir a parar nuestros bienes, por ejemplo, nuestro piso, nuestra cuenta corriente, nuestra cartilla de ahorro, nuestros derechos todos y quién debe responder de las obligaciones que, tal vez, dejemos el día de nuestra muerte pendientes de cumplimiento.

El acto por el cual hacemos esta elección o designación se llama ‘testamento’ y, en realidad, todo el mundo debiera tener los conocimientos básicos necesarios para saber cómo se confecciona, con el fin de evitar gastos y complicaciones y de que al dolor que nuestra muerte pueda producir se añadan las graves consecuencias de nuestra imprevisión o ignorancia. Son corrientes los manuales que pretenden enseñar al lector a hacer algo; y en ellos, se parte de la idea de que, con atenta aplicación, después de la lectura, el interesado sabrá y podrá hacer por si mismo lo que se le enseña. Pero este no es el caso ni el propósito de este artículo.

En relación con herencias, precisamente recuerdo que hace ya bastantes años, como el titular de la notaría se encontraba de licencia, y el sustituto residía en un distrito inmediato, hubo que avisarle por teléfono y no llegó a la ciudad hasta que había oscurecido. Marchamos inmediatamente hacia la residencia del enfermo en un pequeño ‘Ford’. Llegamos de noche cerrada. Nos adentramos por las callejuelas del lugar, oscuras como boca de lobo, y entramos en una casa pasando a ocupar una amplia habitación, que con grandes esfuerzos y muy escasos resultados pretendía alumbrar un candil colocado sobre un arca de buen tamaño, a cuya luz amarillenta se divisaban difuminadas tres o cuatro personas y dos camas, una perpendicular a la otra, y en una de ellas un hombre que se quejaba a grito pelado. Como correspondía, nos acercamos a la cama del doliente, que quedaba a nuestra derecha, y después de prodigarle algunas palabras de consuelo, entramos en materia preguntándole si quería hacer disposición y cuál era su voluntad. Preguntamos. Nos dijo unas cuantas cosas. Al propio tiempo, vimos sobrecogidos, alzarse las cobijas de la otra cama, y asomar entre ellas una figura de mujer que, echándose violentamente de bruces sobre su propia cama, alcanzó la del paciente, a quien asió por los hombros y empezó a zarandear violentamente, profiriendo una serie de palabras en tono airado. Lo súbito de aquella aparición, con la cara desgreñada y sucia y el cuerpo en la posición adoptada, el estado de ánimo en que nos encontrábamos a causa de lo ocurrido, influido todo ello, además, por la mortecina y fea luz del candil, suspendió por un rato nuestro ánimo, haciéndonos pensar en si las brujas se habrían dado cita en aquel lugar y vendría como adelantada la que teníamos a nuestra presencia en a una posición tan violenta. Finalmente, en unidad de acto, se pudo terminar el testamento sin mayores complicaciones.

A pesar de haber transcurrido tanto tiempo, aun conservo en mi mente vivo el recuerdo de aquel día, y también puedo ver un cuerpo de mujer, doblado sobre la cabecera de una cama por el vientre, y alumbrado por la luz espectral de un candil, injuriando de palabra a un hombre gravemente enfermo y con el cual estaba unida en legítimo matrimonio. ¡Chi lo sa!

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