Opinión

Sacristán inglés

En uno de los barrios de Londres, me parece que en Witechapel, existía una capilla que pertenecía a la Iglesia anglicana, o cosa así, que regía el pastor señor Raytham, auxiliado en sus funciones por el sacristán señor Smith. Habían transcurrido quince años de amistosa convivencia, durante los cuales se había duplicado el número de afiliados, por cuya razón el obispo decidió premiar la actuación de los señores Raytham y Smith enviándoles una buena cantidad de libras esterlinas para que se las repartieran, y, al propio tiempo, exigiendo al rector remitiera justificante escrito de haber cumplido el encargo. Con el fin indicado el reverendo llamó a su despacho al fiel sacristán, y le hizo entrega de la cantidad que le correspondía. Recogió el bueno del señor Smith la cantidad que le ofrecía, miró repetidamente el papel en donde se le mandaba firmar y, después de meditarlo un rato, manifestó al reverendo que no firmaba por la sencilla razón de que nunca supiera hacerlo.


El reverendo señor Raytham se alarmó grandemente con la noticia; pero, luego de pensar un rato en los inescrutables designios del Todopoderoso, que había permitido le auxiliara fielmente durante un largo periodo de tiempo a una persona que no sabía escribir su nombre, readquirió la calma y, dirigiéndose a su subordinado, le manifestó que con gran dolor de corazón tenía que dejarle cesante en sus funciones. Alegó el señor Smith que no obstante ser verdad que no sabía escribir, jamás esa falta se había reflejado en la prestación de los servicios encomendados, en lo cual convino el rector, que a pesar de ello reiteró su opinión de que no podía seguir en el puesto de sacristán de una parroquia tan distinguida para persona iletrada.


Obediente, aunque no se le alcanzase la razón de tal proceder, se retiró el señor Smith, que al encontrarse en la calle se paró un poco y se rascó la cabeza en busca de alguna luz que le aclarara las ideas y le suministrase alguna para recomenzar una vida que había sido truncada por el despido laboral. Pero, no se encendió ninguna lamparilla. Y entonces comenzó el buen hombre, maquinalmente, a hurgarse los bolsillos en busca de tabaco con que satisfacer un placer que apenas presentía. El fracaso en la búsqueda le sacó de su ensimismamiento y le hizo sentir verdaderos deseos de fumar, decidiendo sobre la marcha buscar un estanco donde proveerse de la mercancía precisa para ello; pero por mucho que miró a su alrededor, desde la plazoleta en que se encontraba, no divisó ninguno, lo cual no le indujo a rascarse nuevamente la cabeza, pero si le surgió la idea de acariciarse el mentón repetidamente, y, desde luego, así lo hizo. Este ligero masaje hizo brotar en su cerebro, un tanto aletargado aún por el trauma recibido, la idea de dotar a aquel barrio de un comercio dedicado a expender tabaco.


Como era persona acostumbrada a vivir en actividad, poco tardó en dar forma y madurez a la idea, y menos aún en encontrar lugar para ponerla en práctica.


Le fue bien con su negocio, que amplió repetidamente estableciendo otros similares en distintos barrios de la ciudad. Y como era hombre de costumbres moderadas y sus ganancias considerables, pronto llegó a ser titular de una sustanciosa cuenta de libras esterlinas en el C.and C. Bank of Canada, donde había ido depositando los excedentes de producción.


En este estado de cosas, un buen día, recibió el señor Smith una carta del director de dicho establecimiento rogándole pasara a verle, y allá se fue. Le recibieron con amabilidad y le hicieron pasar al despacho del director en el cual éste, después de estrecharle afectuosamente la mano e interesarse por su salud, le indicó la conveniendo de no tener inactiva una suma tan considerable que podía producir pingües ganancias si se la empleaba en adquirir acciones de una empresa que acababa de fundarse y cuyas posibilidades de éxito eran incalculables, debido principalmente a la solvencia moral y capacidad de sus dirigentes. Le convenció, y por ello decidió emplear la mayor parte de sus ahorros.


Entonces el director del Banco, después de mostrarle su agradecimiento, le presentó una cartulina y le pidió estampara en ella su firma para tenerla registrada; pero el señor Smith, tranquila y humildemente le manifestó ‘no saber firmar’, frase que generó rápidamente en el director el deseo de llevarse las manos a la cabeza, gesto que apenas pudo contener su educación inglesa, pues le obligó a exclamar casi avergonzado: ¡Dios mío, lo que sería este hombre si supiera escribir! A ello respondió el señor Smith con tono perfectamente normal: ‘Sacristán de la iglesia de Witechapel’.



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