Opinión

El signo notarial

Es indudable que el signo es una de las solemnidades más características, y, sin duda, la más remarcable y auténtica con que la legislación y la tradición histórica tienen de la institución notarial, revistiéndola de un carácter severo y especial, ajeno y superior a todas las fórmulas de la ordinaria autorización de los documentos oficiales, ninguno de los cuales se autoriza en testimonio de verdad como los expedidos por los notarios, por ser precisamente el emblema de la verdad, y debe ser sagrado.


El signo usado aún ahora en nuestro país y de tanto rigor legal como antaño, es una especie de sello hecho a mano con combinación de trazos con la pluma o bolígrafo que, en su origen, representó lo inviolable: garantía de la verdad. Es, por tanto, también en la actualidad destinado a imprimir al documento autoridad o carácter público, en el extremo se suele consignar un aspa bastante prolongada para componer un tono más o menos artístico y en el centro se va componiendo con las iniciales del nombre y apellidos del notario autorizante del instrumento. Y todo este conjunto antiguamente se decoraba con un motivo que, atravesando el aspa por debajo de la cruz, sobreponía a ésta en el centro, un lema que decía: ‘En testimonio de la verdad’. He ahí el juramento, esto es, la afirmación de haber dicho verdad por la señal de la cruz.


Vamos a desmenuzar aún más esta parte del signo notarial, procurando conocer algo de su origen y vicisitudes a través de los tiempos.


Primeramente hemos de consignar que el signo que hoy robustece las escrituras públicas indicó en otros tiempos que los contratantes carecían de las primeras nociones de la escritura, y fue una variante del sello, que los antiguos llevaban siempre consigo, así como las tablillas para escribir y autorizar lo que escribían.


Sea como fuere, el sello y la sortija o anillo anduvieron juntos desde los tiempos más antiguos, y aún se conservan algunos de los primeros, que fueron contemporáneos de las antiguas civilizaciones.


Si en el sello de los reyes se veían la corona, el cetro, la mano de la justicia; los plebeyos y artífices para imitarlos hacían grabar los instrumentos de su profesión: la sierra, el nivel o el martillo.


Los sellos son, desde luego, el precedente histórico de los signos notariales. La gente de la nobleza se glorió de escribir mal, como lo hacen también hoy muchas personas que, o tienen importancia, o se la atribuyen. Los héroes de la Edad Media, aún los más célebres, no sabían escribir, y no se les daba un ardite de tal ignorancia. Ponían una cruz donde debían figurar sus nombres, y en paz.


Se nos dirá: si el signo denotaba la ignorancia de la escritura, el signo del notario no puede tener tal explicación. A esto se puede responder: que, en efecto, en algún tiempo los notarios supieron poco más que el resto del pueblo, y esta diferencia no produjo la supresión del signo, sino el uso de los más complicados.


Admito ya el signo en los testamentos, se creyó que el notario debía emplearlo al mismo tiempo que su firma, como hacían los testigos; y solo más tarde, suprimido el signo de los testigos, se conservó como necesario el del tabelión (escribano-notario), y se requirió en las escrituras y demás contratos, no menos que en el solemne otorgamiento de las últimas voluntades.


Es evidente que la parte principal y constitutiva, por decirlo así, del signo notarial, fue la cruz, si bien considerablemente desfigurada por el gusto del notario que lo empleaba. Por lo demás, el signo y firma, vienen a tener igual objeto, esto es, dar autenticidad a la escritura, único medio de que los derechos que en el instrumento público se crean y se sostienen valga lo que deben valer jurídicamente en la generación contemporánea a su otorgamiento y pasen con igual autoridad a las futuras generaciones.


No obstante lo dicho, la fe reside esencialmente en el Jefe del Estado y constituye una de las regalías; solo él puede darla a la persona que tenga delegación expresa suya.


Lo que representa el signo no puede ser más claro. Es, en suma, para el que lo utiliza, como su propio semblante, su personalidad, su mismo ser moral, espiritual y legal; marca indeleble de la veracidad, o dicho en otros términos: el vaso precioso, por decirlo así, de cuantas afirmaciones legales y morales contienen los documentos autorizados con esas solemnidades.


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