Opinión

Don Gregorio póngase la bufanda

Todo nos parece que fue ayer y tal vez han pasado años. Perdemos la cuenta. La cuenta se pierde como si fuesen las gafas, el lápiz de subrayar o cualquier cosa liviana. Como les hemos apreciado mucho creemos que estuvieron aquí hasta ahora mismo, pero sólo es nuestra sensación anímica.

No se abrigaba y cuando llegaba el frío, a finales de noviembre, no oía nada de nada. Para un confesor debería ser un problema, suponía yo. Pero oírles todo, me decía, tampoco es tan necesario. Sólo bastaba con el espíritu contrito del que se confesaba.

Si alguien se acercaba a las celosías del confesionario él respondía “sin pecado concebida”. Barruntaba, claro está, que habrían saludado con el Ave María Purísima. Él, buen teólogo, sabía que el penitente debía decir los pecados al confesor y cumplir la penitencia. Ahí estaba el meollo de la cuestión: el arrepentimiento y ese propósito de no volver a pecar más.

A veces me manifestaba su deseo de preguntar en el obispado si era válida esa confesión oyendo un casi nada. Entonces me miraba circunflejo. Sonreía, se echaba una risita y mirando al cielo me decía: casi mejor no pregunto. Además, ya sabes, al Señor no le parece mal, porque Él también se vuelve teniente para no oírnos decir bobadas.

Nos conocíamos tanto que leía mis labios y lograba mantener una conversación conmigo de lo más enjundiosa. Recuerdo, cuando él era profesor, aquella charla de pasillo que tuvo con el director de un colegio que tampoco se tapaba: “Qué… ¿Va usted a clase? No, contestó aquel. Voy a clase. Ah…creí que iba usted a clase”.

La iglesia maneja su reloj dando tiempo al tiempo. A los que quieren casarse o hacer la primera comunión por lo rápido esa lentitud se les hace una espera insoportable. Allí se casaban todos. En un plis plas de tres o cuatro días les hacia un curso acelerado de catequesis o unos prematrimoniales. Muchas veces, pasados los años he podido comprobar cómo jamás olvidaron lo que él enseñó, despacio, migado, dejando las cosas claras.

A nivel de marzo, a veces, sacaba la nariz el sol, y él recuperaba, yo creo que, al completo, su audición. Entonces era maravilloso verlo tan contento y participar cantando en la iglesia con aquella voz quebrada y un pelín descompasada. Oye Placidín ¿cómo me salió la misa cantada? Y yo qué iba a decirle sino mentirle unos días un poco y otros de manera algo exagerada.

Sus despistes eran famosos. Le acompañé un día a Cobelo. Bajando desde aquel alto hasta el pueblo le dije que debía renovar el seguro de mi 127, al día siguiente. Paró su 850. Miró la documentación y me dijo: mañana iré contigo porque veo que yo…desde hace siete años no lo he renovado. Nos reímos mucho, pero entendí más tarde que vivía de tal manera para sus parroquias que ninguna otra cosa era capaz de preocuparle.

Parece que fue ayer, pero a lo mejor ya van un par de años, cuando las mozas y los mozos le recordaban que se abrigara las orejas y la garganta.

Ahora el poderoso Dios le prestará su bufanda, lo sentará en su mesa camilla y le pedirá que le cuente otra vez, cómo es que hizo un pleno en aquella máquina de azar de la plaza de Viana. Y los ángeles tocarán la lira y le llenarán de guirnaldas y él recordará con cariño a Mourisca y aquellos pueblos todos y le pedirá por ellos y los seguirá queriendo eternamente desde la distancia.

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