Opinión

La visitadora

La vieja se sentó en aquella mesa camilla. Echó en falta un infiernillo que le calentase sus ateridas y doloridas piernas. Pero no estaban los tiempos para despilfarrar. La guerra de tan lejos se estaba comiendo, poco apoco, los escasos recursos de aquel país que se había atrevido a consumir sin ton ni son, durante tantos y tantos años.

Su nieta puso a tope el Spotify y sonó una música con ritmo indeciso y con un cantautor que espachurraba los versos sin contemplaciones. A la señora la envolvió aquella melodía y se puso a soñar en aquel tiempo en el que creía que sería eterna. Es decir, suponía que podría regar aquella maceta de las prímulas por los siglos de los siglos. 

Ahora que se quedaba dormida de vez en cuando, que se le había acombado la espalda y que los pies no parecían suyos sino de su vecina, había ido aceptando, a regañadientes, que la vejez le estaba triturando las ganas de vivir para siempre. Se espejó la nieta en el cristal de la puerta del salón y bailoteó con movimientos sicalípticos de caderas. 

-Esto, abuela, ya no lo puedes hacer tú -dijo, mientras se reía de lo inútil que veía a aquella mujer a la que quería bien, pero a su manera.

No le pareció tan mal a la anciana que, en ese momento sintió como un vahído. No muy grande pero suficiente como para preocuparla. Notó la chica de dieciséis años que la señora de cabello cano, su viejísima abuela, hizo un amago de caerse desde aquella silla de mimbre.

-¿Le ocurre algo? Y lo dijo mientras disminuyó un poco aquellos sones musicales.

-No, hija, no. Nada de nada. Sólo que tengo la impresión de que voy a recibir una visita.

-¿Una visita? ¿Y quién vendrá a visitarla? 

No contestó la anciana mujer y buscó en el bolsillo de su mandil el rosario. Con él se puso a acariciar aquellas cuentas mientras en su interior intuía, que no tardaría mucho en reunirse con aquellas amigas del alma que ya se le habían adelantado en el viaje a ultratumba.

-¿Quién va a venir a verla? ¿Quién la visitará? 

Ante la impertinencia de la jovencita se atrevió a contestarle, aunque en un tono mimoso:

-Pues será la muerte. Que ya soy muy mayor…

La niña se quedó un poco pensativa, pero entendió que tenía razón. Era natural que falleciese aquella persona que había vivido un porrón de años. 

En ese momento llamaron a la puerta. La chica apagó la música y abrió la puerta de par en par. Era una mujer flaca, con la dentadura desvencijada, vestida de negro y con el corpiño en verde oscuro un tanto anticuado.

-¿Quién es usted? ¿Qué desea?

Yo -dijo la mujer delgada-Soy la muerte. Y vengo a recogerte para llevarte conmigo.

A la chica le dio un soponcio.

Desde fuera y en toda la escalera se oía el llanto de la vieja. Desde el rellano bajaba el duelo como un gato negro:

-¡A mi nieta no, a mi niña no!… A ella no le pertenece el marcharse al otro barrio.

La vieja, pese a estar entumecida, dio un salto y cogió la escoba; y le dio a la muerte tantos escobazos que ésta, llena la cresta de chichones, se marchó gritando desvergonzada:

-¡Vale, vale, para ya, vieja del carajo!

 Y se dice que la muerte se fue corriendo y prometió, la muy falsa, no volver nunca a llevarse a una niña o un niño hasta dentro de mil años.

(A tantas madres doloridas. Con cariño)

Te puede interesar