Opinión

Sanseacabó

El hombre viejo se movió renqueante arrastrando los pies. Aquellas viejas ventanas a duras penas se mantenían en su sitio y lo hacían gracias a aquellas contras de madera carcomida que impedían el paso del viento y de la luz.

Fuera, el día se iba apagando como una vela de santo, consumiéndose amarillo, baboso y doblado sobre sí mismo. El viento racheaba y se daba cabezazos contra la campana de la vieja iglesia haciéndola sonar, de vez en cuando y produciendo un sentimiento extraño en la aldea que ya recogida no hacía otra cosa que esperar a que volviese a ser mañana.

Pasó al lado de la puerta grande y se le quedó mirando. Los techos eran altísimos y mal pintados de blanco. Los cuadros proyectaban sobre ellos unas sombras vivas al iluminarse con la linterna de petaca que el viejo movía arriba y abajo buscando algo. Sus manos cubiertas de venas rellenas de sangre fueron en otro tiempo las de un pescador del palangre. Ahora, temblorosas, a duras penas sujetaban aquella luz del foco miserable.

Habitaba aquella casona, ahora mugrienta y destartalada, desde hacía un año. Un año triste con la enfermedad arrastrándose como una serpiente verde y escamosa por todas las calles. Sus vecinos infectados de la plaga le miraban por encima de sus tapabocas y no le intercambiaban palabra. Llegó a acostumbrarse y recordó aquel dicho ingenuo que rezaba: en boca cerrada no entra ni mosca ni araña. Claro que siendo así no conocía a nadie porque sólo les veía los ojos que en todos eran miedosos y en todos parpadeaban convulsos.

Pero aquella puerta grande, la que permanecía cerrada y apretada con una tranca, le llamaba ahora con su estruendoso silencio y le impelía a que la abriese. No sabía qué habría detrás y a nadie, ya lo hemos dicho, podía preguntar nada; no tenía afinidad con ellos y seguro que, ya habrían olvidado quién o quiénes la habían cerrado de manera tan drástica.

El círculo de luz blanquecina que formaba aquel foco que escrutaba trémulo las viejas paredes desconchadas se paró de repente sobre una llave que allí permanecía, desde tiempo inmemorial colgada. Era lo que buscaba. Si esa era la llave podría penetrar aquella impenetrable estancia. Era grandísima, tal vez de dos o tres cuartas de una mano grande. Entonces se dio cuenta de otro problema y es que la habían colgado muy alta.

Miró sobre sí, como miran los viejos que ya han perdido el poder de mirar a lo lejos. Para qué van a mirar en lontananza si lo que les queda es sólo el espacio cuadriculado de su mínima estancia. Y mirando sobre sí mismo se halló como un vagabundo chiflado, despeinado y con los años colgados de sus piernas flácidas, flacas y agarrotadas. Hace un año entró en la casa saltaba, brincaba y podría coger aquella llave como si nada.

Menos mal que el búho blanco que le miraba desde hacía un casi nada, con sus ojos redondos y de inteligente mirada, subido a la alacena de la entrada, se asustó con el aire y le dio un empellón a la llave que necesitaba.

Apagó el fanal y encendió un quinqué. Contento se agachó a recoger la llave de hierro que increíblemente apenas pesaba. La acercó a la cerradura y con un trémulo movimiento la giró esperanzada.

La gran puerta giró sobre sus goznes y sólo por un momento contempló la estancia. Era grande, brillante y se le presentó radiante un jovencísimo ángel de transparente mirada.

El viejo Sanseacabó se desvaneció en el aire y el angelito pequeño dijo con su vocecita flamante: Bienvenidos al año nuevo. Levanta esa copa conmigo y mirándonos a los ojos, juremos, comernos todas las perdices y darle a esta pandemia con los huesos en sus narices.

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