Opinión

El carro de Ester

He perdido la cuenta de las veces que he contado las ventanas con cortinas blancas que se pueden ver desde mi balcón. También he contabilizado las casas con dibujos de arcoíris. El aburrimiento me lleva a convertirme en una sólida contable de cosas sin importancia. Busco nuevos elementos para enumerar y veo a Ester, la del número 4, llegar al portal arrastrando tras de sí un raído carro de la compra de color vino, del que sobresale una botella de aceite colocada sobre unos macarrones. El resto no se deja ver. He comenzado a contar las baldosas de la calle y ella los segundos que tarda en llegar el ascensor.

Ester ha dado muchas vueltas esta noche en la cama, ha cambiado a mil y una posturas, se ha tapado y destapado, ha doblado la almohada, la ha quitado, se ha incorporado y se ha vuelto a acostar. Por la mañana se ha levantado temprano y ha cogido su cartera con decisión, mientras su marido se ha refugiado en un viejo grifo que, hace meses gotea, y sólo se ha dejado oír para reñir a uno de sus hijos por algo del ordenador. Ester ha caminado con prisa hasta el centro de distribución de alimentos, donde se ha situado en una cola llena de dignidad. Al tiempo que los voluntarios entregaban las bolsas, ella elaboraba posibles menús para una semana.

Fue una noche con hambre cuando su familia cruzó la invisible línea de la vulnerabilidad, trazada sobre impersonales parámetros complejos. En la silenciosa fila son muchas y se reconocen en una arriesgada escalada de frustración. Unas miran al frente y otras al suelo, pero Ester no baja la mirada, siente que no hay de qué avergonzarse. No han logrado resistir del todo esta embestida y, antes de que las fugas los hundieran sin remedio, decidió parchear los boquetes. Sólo eso.

La precariedad de condiciones laborales empequeñecidas en la anterior crisis ya había dado señales de una posible sacudida. Ella trabajaba por horas, sin contrato, limpiando una pequeña oficina que ya no se ensucia y él es empleado en una empresa con recortes salariales. Tener ahorros siempre fue para ellos una cima inalcanzable con los gastos de vida. Durante la espera del reparto ha comenzado a hacer planes para cuando vuelvan al otro lado y, sin darse cuenta, mira hacia el suelo por primera vez. ¿Qué pasa si no lo consiguen?

¿Y si esa línea invisible se ha transformado en un gigante muro que los deja aislados? ¿Y si quedan enterrados como los inevitables restos de un naufragio que todos prefieran olvidar? Espera no sean estigmatizados ya para siempre por haber sido rescatados esta vez. La cola avanza y de pronto piensa si su marido habrá sido capaz de arreglar el grifo. Confía en que sí.

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