Opinión

El teléfono de Rocío

Suena insistentemente un teléfono. Me pongo en estado de alarma, aunque no sea en mi casa. Rastreo el repetitivo timbre y sé que se trata de un fijo, reconozco ese ruido ya un tanto antiguo. La llamada cesa bruscamente y, pasados unos minutos, vuelve de nuevo a la carga, sin encontrar a su destinataria. Nadie descuelga. Me crece la curiosidad por esa conversación que espera a ser rescatada.

Alguien camina por el pasillo con pasos pequeños, así que descartada la posibilidad de la ausencia. Vuelve a sonar el teléfono sobre la mesa, al lado del sofá, y los pasos por la casa se van acoplando a uno, dos, tres y hasta seis timbrazos. Me dan ganas de golpear con una escoba para ordenar a mi vecina que descuelgue y que escuche, que al menos adivine quién está al otro lado aunque, sospecho, ella ya ha reconocido el número que la busca y, justo por eso, ha decidido no descolgar.

Barajo varias posibilidades con algunas cartas descubiertas: sé los años que tiene, dónde trabaja y su nombre completo porque alguna vez el cartero ha equivocado nuestros buzones: Rocío Vázquez García. Y a partir de ahí, todo son elucubraciones. Han pasado diez minutos desde el último intento de conexión y he dejado de oírla. Temo que este pasatiempo recién nacido haya terminado por hoy. En el momento en el que me giro para buscar algo nuevo en lo que centrarme, el teléfono resurge y las dos damos, al mismo tiempo, un pequeño respingo, asustadas por el ruido ya inesperado.

Esta vez ella se acerca, intuyo titubeos y, al fin, una voz nerviosa responde. Silencio. Agudizo el oído y continúa el silencio. Ella ya no vuelva a hablar más hasta la despedida, seca, educada, fría. No es ni un hasta luego, ni un adiós, sólo un veremos. Por un breve instante siento la tentación de llamar a su timbre y pedirle cualquier tontería sólo para ver su cara y descubrir si está serena, llorosa, nerviosa…Me reprimo, pero sólo porque escucho su puerta cerrarse con fuerza. Me arrastro con cautela hasta la mirilla y me avergüenzo de mí misma hasta que algo me asusta. Ahora es mi teléfono fijo el que suena insistente. Hago un repaso mental por posibles interlocutores y, dado que di de baja el identificador de llamadas, respondo intentando contener el pánico irracional ante lo imprevisto que, desde este encierro, se ha apoderado de mí. Al otro lado una voz me habla de no sé qué encuesta para medir la eficacia del gobierno en esta crisis. Tartamudeo que no dispongo de tiempo y cuelgo. Me siento aliviada. Sospecho que Rocío no tanto. Algunas llamadas traen malas noticias. Hay cosas que no cambian en tiempos de coronavirus.

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