Opinión

El vestido de Iria

“Callar y quemarse es el castigo más grande 
que nos podemos echar encima” 
(Bodas de Sangre. Federico García Lorca)

A poco más de un mes desde que comenzara esta nueva manera de vivir, ya es incuestionable que todo avanzará muy, muy despacio. La pausa impuesta desde un control remoto será más larga de lo calculado y la posibilidad de tomar atajos, para llegar a la programada meta volante, se ha esfumado. Mi vecina Iria no hace mucho que ha comenzado a digerir esta implacable realidad. Aún se reactivan los ardores que padecía cuando intentaba negarla. Revolvía con un desmedido apetito las miles de noticias y datos que revoloteaban alrededor del virus. Quería encontrar, entre todas esas palabras y estadísticas vomitadas desde tantas bocas, una ligera esperanza para mantener en pie lo que intuía se había derrumbado. No podía aceptar que el trabajo de meses organizando, programando, decidiendo, se hubiera escurrido por sumideros desconocidos. Entendía Iria que ese encogimiento de estómago no lo provocaba el tiempo desperdiciado, intuía que la úlcera más sangrante la desencadenaba la pérdida de su momento. Ese que con tanto mimo fue cocinando durante meses, mezclando ingredientes, experimentando, probando y preparando la receta final. Sabe que no será una pérdida eterna, que en algún momento pondrá el contador a cero y todo se reiniciará, pero presiente que no será lo mismo, que algo se habrá descompuesto. Y teme que haya secuelas de unos restos mal reciclados. 

Iria ya había decidido el color de las flores; el sabor del postre; la lista musical; quién se sentaba con quién… Tantas idas y venidas, acuerdos y desacuerdos, pactos sellados, consensos tácitos y silencios prometidos ahora ya no sirven de nada. Iria está apoyada en el balcón y mira hacia la calle. Mientras intenta mantener el equilibrio, se reconoce a sí misma que tampoco será tan complicado no caer. Este inmenso tsunami, que tantas cosas está engullendo en el mundo, a ella tan sólo la ha rozado con unas pequeñas ondas. Su pérdida no es irreparable, de momento ni tan siquiera es una pérdida, tan sólo el aplazamiento de la ejecución de un sueño. Aún así no puede evitar que el malestar se instale en ella y duda si tiene derecho a sentirse así. Todo es confuso en el mundo de Iria. Piensa una cosa y la contraria en cuestión de segundos. Está abatida y, al mismo tiempo, se obliga a estar contenta porque lo suyo tiene remedio. No sabe qué tiene que sentir, qué es lo correcto en estos días, pero está desconsolada. Dentro de una semana estaría de boda. Entra en casa para establecer una videollamada. Mira hacia atrás y cambia bruscamente la postura: trae mala suerte que el novio vea el vestido. 
 

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