Opinión

Los bombones de Eva

El bombón está relleno de almendra, una sabrosa sorpresa que se deshará en la boca suavemente, porque no hay prisa. Un pequeño chocolate al día es el premio que se concede a sí misma, por todos las subidas y bajadas que está padeciendo en esta noria sin apeadero. Disfruta jugando a una inocente ruleta rusa cuando toca elegir una dulce tentación, sin saber si está más cerca del torturado Nick de “El cazador” o de Forrest Gump, porque aún no ha decidido si entregarse dócilmente al enemigo que la empuja al límite o echar a correr hasta que salten los hierros que la sujetan. Sentada en una pequeña silla blanca, pintada en una soleada tarde del mes de septiembre en ese balcón, rebusca en una caja verde imágenes capturadas sobre papel. Piensa si existirá alguna razón antropológica que enlace el chocolate y la nostalgia, al mismo tiempo que ante ella van desfilando, por puro azar, algunos momentos congelados de vida. Echa en falta otros, perdidos en los móviles caducados antes de tiempo.

Eva, mi vecina del quinto, toca con los dedos los árboles que dieron sombra a una tarde de fiesta en casa de esa amiga que hace tanto ha perdido de vista. Busca la fotografía de la última reunión familiar que transcurrió entre brindis y canciones mal cantadas. Encuentra la imagen de ese primer viaje en pareja cuando ambos eran aún tan jóvenes. Se encuentra a sí misma con veinte años menos y se reconoce guapa porque se sabe feliz. Los recuerdos se van fundiendo de la misma manera dulce que lo hace el chocolate alrededor de la almendra, que aún mantiene en la boca. Eva elabora mentalmente una pequeña agenda vital, saltando el orden cronológico, para viajar libre por tantos instantes escogidos. Debería componer nuevas fotografías para guardar en esa caja verde. Eva ha sentido la necesidad de tocar y ver esos fragmentos de pasado para no olvidar el mundo que conoce. Empieza a irritarla esa insistencia de que nada volverá a ser como era. El mensaje machacón de que el regreso a la normalidad será todo menos normal, la enfurece porque siente un vértigo cada vez más incontrolable. Se detiene en la foto de una noche prorrogada con licor café y saca el móvil para copiarla y reenviarla. Es con ese imperceptible clic cuando comprende que el mundo cambia cada día, que se transforma en cada movimiento y que todavía nos mantenemos en pie. Se levanta y elige otro bombón de la caja. Se siente aliviada. Se hace un selfi, aún segura de que quedará perdido en el teléfono. Tal vez debería guardarlo en la caja verde. Tal vez vuelva a necesitar recordar que un día todo fue diferente y que el mundo siguió igual.

Te puede interesar