Opinión

Pintada con tiza roja

El patio se está quedando vacío. Las ventanas viven una lenta vuelta a la normalidad en la que sus dueños comienzan a correr cortinas y a bajar persianas, para intentar desinflar las pesadillas que no se van. Se esfuerzan para envolver los miedos en pequeños paseos extraños, afanándose en que no les traspase la piel, como si eso fuera posible. Salen a respirar fuera de sus cuatro paredes, todavía el mejor escudo para una historia inconclusa cuyo final decidirán unos desconocidos guionistas. Tal vez a nosotros, como ayudantes de ayudantes, nos permitan corregir unas pocas líneas torcidas. 

Mis vecinos se están empezando a difuminar, se desdibujan bajo mascarillas y vidas que golpean las puertas para salir en estampida, sin preguntarse aún qué están dispuestas a sacrificar. Las historias asomadas durante tantos días a ventanas y balcones, sin ruborizarse ante miradas ajenas, han comenzado a plegarse lentamente hacia dentro y han empezado a apagar la luz. Así que ahora, lo más visible son sombras y siluetas que permiten imaginar sin limitaciones, en un extraño juego de verdades y mentiras. 

El patio también se está tornando más silencioso. Las viejas rutinas, aparcadas durante días, están comenzando a colarse entre las rendijas de la excepcionalidad. Y aunque fueron tantas veces repudiadas, ahora son deseadas, a pesar de que  conlleven el arrastre hacia desconchados lugares conocidos, como el cuadrilátero de nuestros propios combates.

Todo ha sido tan rápido y tan lento a la vez que, las marcas que han dejado las semanas de ventanas abiertas, apenas han quedado sobre la piel, aunque puede que hayan roto tejidos más profundos. Habrá que esperar para reconocer los cardenales y comprobar cómo se ha extendido la mancha negruzca.

Mis vecinos han empezado a encontrarse con la luz de la calle buscando aire y suelo para pisar. Algunos se han reconocido, con una amplia sonrisa, por las horas habladas de los balcones y por los brindis hechos para acortar distancias. Otros han seguido inflexibles al frente, con el ceño fruncido, manteniendo una agrandada distancia social y con el olvido de lo vivido ya enredado en unas manos sin guantes.

Desde mi ventana parece que nada ha cambiado o que tal vez todo ha cambiado tanto que hemos regresado al mismo punto de partida, como en un desesperado giro de 360 grados. Se notan las ganas desesperadas por apearse de este viaje de vértigo, aún en marcha, que nos ha mareado y nos ha hecho enfermar de todas las maneras posibles.

Descubro en el suelo del patio una mariola pintada con tiza de color rojo. Una niña, sola, lanza la piedra y avanza a la pata coja. ¿Y nosotros? ¿Sabremos mantener el peletre dentro de las casillas y llegar al final manteniendo el equilibrio? De momento, no deberíamos olvidar que aún jugamos todos juntos. 

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