Opinión

Ramón y los esenciales

Cada mañana despierto con el suave sonido de una ducha recién iniciada. Es mi nuevo despertador, mucho menos traumático que el repetitivo ruido que antes me lanzaba fuera de la cama. Finaliza la ducha y comienza mi desayuno. Y así compartimos rutina mi vecino Ramón y yo, sin que él tenga la más mínima idea de este vínculo que nos une desde el cierre de todas las puertas.

Aunque lo hacemos en direcciones opuestas: yo estreno otro día que apesta a alcanfor y él agota una jornada laboral más, aunque distinta, por ese miedo que lo abraza. Ramón y su mujer Encarna son parte de la brigada de trabajadores esenciales a los que la pandemia no ha otorgado la opción de mantenerse a salvo entre sus conocidas cuatro paredes.

Salen a batallar, cada uno en su propio campo, y al llegar a casa se dejan trozos de piel sobre el suelo de la ducha para arrancar, sin ningún tipo de compasión hacia sí mismos, cualquier resto arrastrado desde el exterior. Aún así, no se atreven a abrazar a los otros habitantes de ese tercero A y mantienen las distancias preceptivas con los afectos y el cariño.

Cuando termino mi café, Ramón va hacia su dormitorio y su mujer hacia la cocina. Sólo se encontrarán a la hora de la comida. Los horarios no propician el encuentro. Ella cuida de los más vulnerables en sus propios domicilios. Unas veces lo hace en la soledad de unas vidas cansadas y, otras, ante la indiferente mirada de familiares confinados que han elegido ignorar la amenaza de este virus, para no alterar en exceso su propia existencia. “Que de todo hay”, repite indignada mientras todos comen lentejas, al tiempo que la lavadora centrifuga el uniforme de Ramón. Él asiente y comenta, sin esperar respuesta: “Ayer recogimos mucha basura, los contenedores estaban desbordados”.

Cree que el tiempo en las manos se acaba estropeando y termina desechado en los cubos: en los amarillos, en los azules, en los verdes y en los marrones. Sospecha que en las bolsas todo está revuelto, entremezclado, confundido, como los propios pensamientos, como los pensamientos de todos. Su mujer se prepara para salir y él friega los platos. Cuando ella vuelva, él ya se habrá ido, no cuentan con horas de regalo para consolarse.

Durante el aplauso, estarán en sus puestos: ella, terminando de acostar a una nonagenaria impedida mientras se ajusta la mascarilla que se ha tenido que comprar, y él, recogiendo las basuras de las calles, calculando cómo llegar a fin de mes. La pandemia les ha concedido el alto título de esenciales, pero no ha erradicado el reinado de los bajos salarios. El ritmo de las palmas en los balcones se va apagando. Ramón se apresura, los residuos desechables comienzan a acumularse.

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