Opinión

Al llegar a los 50

El tipo nunca le temió al espejo; éste casi nunca fue cruel con él. Pero el caso es que lleva ya un tiempo mirándose más fijamente, escrutando en el reflejo detalles que antes no existían o le pasaban desapercibido, y ahora se muestran incipientes, precursores de un nuevo cariz vital. Su propio rostro le anuncia, aún sin estridencias, las obviedades de la edad. Su cuerpo todavía no arrastra necesidades, y podría decirse que «para su edad, se conserva muy bien», como le han dicho por ahí; los músculos aún le ganan la partida a la flacidez y a la falta de energía. Sin embargo, a medida que se acerca su cumpleaños, se ve impelido a ir reafirmando, sin caer en el ridículo, su juventud, o lo que queda de ella, ante la imagen rebotada por el espejo. Lo bueno es que en esa pugna entre la angustia por el paso del tiempo y la conformidad con uno mismo, ésta aún sale airosa del embate. Todo eso es cierto, así que, ¿por qué preocuparse entonces? Le queda, estadísticamente hablando, toda una vida por delante. O casi, porque la verdad es que ya ha gastado más de la mitad de sus balas. En breve cumplirá los cincuenta. Y parece que, por primera vez, y sirviendo, por desgracia, de precedente, por un instante, fugazmente, ha sentido un leve temor a la edad. 

Pudiera parecer que los cincuenta marcan la edad indeterminada por excelencia, en la que uno no sabe muy bien cómo encasillarse; al echar la vista atrás es capaz de recordar batallas, amores y experiencias propias de quien ya soporta abundante bagaje; y así lamenta lo joven que fue y ya no lo es. Mas esas imágenes permanecen tan frescas, tan perdurables, «como si hubiesen ocurrido antes de ayer», que aún no han sido salpicados por los desvaríos y lagunas que el paso de los años produce en los recuerdos. Por esto la vejez aún se nos antoja muy lejana. Los cincuenta nos dejan en una especie de limbo generacional; el niño que nos molesta en la playa nos dice «perdone señor», y el anciano al que ayudamos a cruzar la calle nos lo agradece con una «muchas gracias, joven». El hombre de cincuenta, en realidad, aspira a sentirse joven porque objetivamente ya no lo es. Y a fe que muchas veces lo consigue. ¡Oh, no me entiendan mal!, son datos fríos y estadísticos: no hay estudio sociológico que incluya a los de cincuenta en el tramo joven de la población. Y en épocas de crisis los de mi quinta engordan en tropel la vergonzante lista de los parados de larga duración. Por eso no somos jóvenes, y por eso aspirarnos a sentirnos así. Por fortuna aún no tememos a la vejez, la vemos aún muy lejana; pero, por si acaso, no pensamos demasiado en ella, pues así no recordamos que ya hemos pasado el ecuador de nuestras vidas; el hombre de cincuenta, un día cualquiera, descubre espantado delante del televisor que casi todos los actores protagonistas son más jóvenes que él. ¿Cómo es posible — se pregunta—, si hasta hace nada todos aquellos eran mayores que él?

El hombre de cincuenta constata en el álbum fotográfico lo que fue hace tiempo y ya no es. Quizás es al llegar a esa edad cuando, por primera vez, siente la nostalgia de la vida que, creencias aparte, ya nunca se va a repetir. Y entonces, mirando de nuevo al hombre que le aguarda desde el otro lado del espejo, observando ese rostro de arrugas incipientes, huellas  y semblantes en los que antes no reparaba, siente de nuevo el fugaz temor al paso del tiempo. Un temor pasajero ahogado al instante por la convicción de que aún le quedan muchísimos años que disfrutar. Y de repente, sintiéndose de nuevo joven, esbozó una sonrisa y se puso a cantar.

Te puede interesar