Opinión

Perdón y olvido

Hace muchas semanas hablaba en un artículo del altísimo valor purificador, casi como agua bendita, que tiene en esta querida Espala la solicitud de perdón. Nada hay que no tenga arreglo con la petición de misericordia. Todo lo arreglamos rogando clemencia, lo cual está muy bien, no me entiendan mal, y es que a los hijos hay que inculcarles esa sana y educadísima costumbre de pedir perdón cuando han cometido alguna trastada. “Pídele perdón a ese señor por darle un balonazo en la cabeza ”, “vete a pedirle perdón a esa señora por llenarle la toalla de arena”. Y allí va el chaval cabizbajo a pedir disculpas. Dejando aparte la inocencia impetuosa de los niños, pudiéramos pensar que entre nosotros, adultos que peinamos canas allí donde aún es posible, el perdón nos reconcilia con el prójimo, y desde ese momento empezamos una vida nueva, sobre todo cuando se trata de la vida pública, política o empresarial. Este re-nacer que olvida todo lo malo que antes hubieses hecho exige, claro está, la concesión del perdón por el respetable, erigido en ese instante en emperador que puede decidir, según ponga el pulgar hacia arriba o hacia abajo, el destino final del caído en desgracia sobre la arena del coliseo. Pero ocurre que la mayoría de las veces el indulto se concede, aunque solo sea por silencio (el que calla otorga); esto se debe a que entre la masa informe de la sociedad enseguida se diluye la entidad de los hechos dañinos, y además casi nunca hay consenso sobre la gravedad de la conducta del pájaro pillado, pues lo que para unos (que suelen ser los que lucen las mismas siglas) fue solo un resbalón que puede cometer cualquiera, para otros (los del bando opuesto) es una barbaridad innoble; y así entre tantos dimes y diretes basta con que el delincuente pida públicamente perdón (qué más da si lo hace con los dedos cruzados a la espalda) para que en poco tiempo todo se olvide, y lo que un día fue noticia que copó la portada de todos los periódicos, sea después, tras esos breves días, un lejano y desagradable recuerdo que solo los tocapelotas empeñados en no olvidar se encargan de airear de vez en cuando. “Perdón”, palabra sagrada, bálsamo de reyes y de infantes, de gobernantes y de delincuentes de pulcra ralea; perdón que mientras en la boca del pillastre común se ahoga sin remedio, entre los dientes blancos del honorable tiene la poderosa virtud de sanar. Y el pueblo, convertido en comité de mayores, conmovido por su valentía, lo redimirá de su falta y le reservará un lugar entre los dioses.

El perdón es la panacea para los notables del reino. Pero no es la única. También está el olvido, entendido como despiste perfectamente calculado. Debe ser que con tanta agenda ocupada, tanta inauguración, tantas recepciones oficiales y tantas preocupaciones innatas al alto cargo, la memoria libera espacio y desecha del silo neuronal lo superfluo, lo intranscendente, y sobre todo aquello que pueda perturbar el buen nombre y mejor trayectoria del personaje público durante su mandato. ¿Qué otra explicación tiene, si no, que uno se olvide de regularizar durante 34 años una herencia que su papá le dejó en el extranjero? ¿Qué otra cosa puede justificar que uno ponga cara de tonto cuando alguien, con muy mala baba, le pregunte por los coches deportivos que guarda en su garaje, por sus cuentas millonarias en Suiza, o por su ático de lujo en la costa del sol, de maloliente procedencia? ¡Caramba, me olvidé!, no es que no quiera cumplir con la ley, es que después de tanto tiempo a uno se le va la cabeza y...

En este país lo suyo es hacerse el tonto olvidadizo. Y si eso no cuela, siempre queda el perdón. Somos tan buenos que, o perdonamos, u olvidamos enseguida lo que nos hacen.

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