Opinión

Varones, por eliminación

Olvídense del mito de la costilla de Adán. Destierren esa ilusoria y romántica visión de la hembra surgiendo milagrosamente del costal del varón. Ya la ciencia nos había dado hace tiempo argumentos sesudos para inclinarnos por las teorías evolucionistas (somos monos avezados) en detrimento de la sostenida por los creacionistas; pero todo el tiempo transcurrido desde la época de los marsupiales hasta la aparición de la especie humana nos había dejado con la duda, más allá de imágenes de manzanas, serpientes y hojas de parra tapando los genitales, sobre cuál de los dos sexos había ganado la batalla de la prevalencia sobre el otro. El tener uno u otro sexo depende, ya lo saben, de una simple variación genética, de una alteración en uno de los 23 pares de cromosomas que portan las células humanas. Pues bien, recientemente científicos del prestigioso MIT (Massachusetts Institute of Technology) en Boston, y otros de la universidad de Lausana, han llegado a la conclusión de que el famoso cromosoma Y (el que nos convierte durante la gestación en varones) se originó hace millones de años por puro desecho, cuando los marsupiales y los mamíferos tomaron cada uno las de Villadiego. Me explico: en los mamíferos (y en otros animales) las hembras llevan dos cromosomas X (abreviado XX), y en cambio los machos un cromosoma X y uno Y (abreviado XY). El cromosoma Y es mucho más pequeño, y evolucionó a partir de uno X mediante la pérdida masiva de genes. Es decir, que fue perdiendo consistencia a toda máquina hasta que al final logró estabilizarse hace unos cuantos millones de años y se convirtió en la marca varonil por excelencia, de modo que podemos decir que solo el 3% de los genes que poseía este cromosoma sexual ancestral se mantienen en los mamíferos actuales. ¡Vaya criba! Hoy ese cromosoma adulterado sirve para provocar el desarrollo de los testículos en el feto, y para producir esperma. Bueno, no se alarmen los machitos ibéricos: los genes de ese cromosoma Y también pueden explicar la distinta propensión que tenemos mujeres y hombres a contraer determinadas enfermedades. Pero ahora me quedo con lo anecdótico: lo que hace que al final se decante el sexo por convertirse en macho en lugar de erigirse en hembra es un cromosoma al que sus compañeros le dieron estopa hasta decir basta, y le dejaron con lo mínimo para que a lo mamíferos por lo menos les saliera un apéndice entre las piernas y poder así cubrir durante la época de amor subido a las hembras. ¿Dónde está el Adán bíblico hecho a imagen y semejanza del sumo creador? ¿Y dónde esa Eva nacida de las entrañas del primer hombre para que éste no estuviese solo? Contémplenlos, si tienen la oportunidad, en los frescos de la Capilla Sixtina, y con eso ya habrán tocado el cielo.

Ahora entiendo por qué a veces nos cuesta tanto entenderlas; y ahora también tiene toda la lógica la supremacía palpable y sensible de las mujeres sobre los hombres en todos los órdenes de la vida. La simpleza del macho es irrestañable; en plena evolución de nuestra especie unas células básicas optaron por desembarazarse de millones de partículas hasta quedar reducidas a algo básico y elemental, pero suficiente para conformar el sexo masculino. Somos los hombres, tras este largo devenir en el tiempo, seres humanos privados de complejidad. Los genes descartados hace millones de años por las monas se convirtieron en el tatarabuelo mono; esta es la cruda realidad. Por eso solo resta aconsejar a los que aún habitan cavernas ideológicas y sienten nostalgia de tiempos ya pasados, que se pasen cuando puedan por la Capilla Sixtina y admiren la magna obra de Miguel Ángel. Aunque ni el mismísimo genio podrá curar la estupidez genética de los que todavía, pese a tantos años transcurridos, blasonan de machitos.

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