Opinión

La carrera desesperada

Ayer me volví a encontrar con él después de más de veinte años. Sigue igual porque es percebeiro y la forma física le va tanto en el sueldo como en la vida. Se llama Amable Javier y nunca lo tuvo fácil. Recordó la etapa en la que los dos éramos prometedoras figuras del fútbol. Uno llegó a jugar un par de partidos en Segunda División y el otro trizó sus aspiraciones sisando percebes hasta que consiguió adquirir permiso y barca por unos 36.000 euros. Por si alguien no lo entiende, es meter seis millones de pesetas para intentar desafiar al mar a diario.


Cuando usted se meta un percebe en la boca, piense que un tipo como Amable Javier, que paga sus impuestos, se está jugando el pellejo por mucho menos dinero.
Recordó la época en la que éramos rapaces, antes de que uno se dedicase a buscar letras y el otro moluscos para llenar las nasas. Y, quizá porque la competición no se puede separar de un mariscador, volvió a hablar de aquel 400 metros lisos cuando los dos jugábamos en el Dépor en el que acabó los últimos 20 metros sentado y pidiendo perdón.


El dolor de su recuerdo se contagiaría como un mal virus, pero lo que sorprendió es que no le quedase ni una gota de mala leche para querer acometer la revancha. Es cierto, como recordó, que se había impuesto en el test de Cooper, que consiste en dar piernas hasta completar doce minutos. El rival, aunque no lo reconozca abiertamente, corrió con la fatiga de 30 kilómetros en las piernas castigadas horas antes, pero en eso consiste el flagelo al que se tiene que someter el que  aspira a ser deportista de élite.
Hora y lugar, se le ofreció para poder vengar el recuerdo. Ni siquiera un ochocientos que consiste en una vuelta rápida y que se joda el último. "No puedo, porque mañana tengo que estar en perfectas condiciones para ir al percebe". Una lástima, porque a veces también merece la pena morir de la mano. Claro, él vive del percebe. 

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