Opinión

Amor al grelo

Llegan los fríos, qué le vamos a hacer. Pero no hay que desesperar: podemos refugiarnos en la buena mesa. La tierna nabiza, que ha deleitado nuestros paladares en el otoño formando parte de la sinfonía cromática de esta suave estación, desaparece en enero como delicado producto de huerta. Pero se opera entonces su trasfiguración en el recio y vigoroso grelo: una verdura que aporta mucho consuelo y no poca alegría al paladar. Hay que dar la bienvenida al grelo, pues, una verdura de invierno que se da en toda Galicia y que en Ourense no falta. Los gallegos hemos tenido la fortuna de haber dispuesto de grelos y lacones, cuando menos desde los tiempos castreños. No hemos cejado desde entonces en este nutritivo empeño y seguimos comiendo nabizas y grelos a base de bien. Más, por cierto, en las localidades del interior, donde se producen también en mayor medida -con frecuencia para el autoconsumo-, que en los enclaves costeros. En lo que concierne a los nabos hemos porfiado menos, empleándolos en nuestros días sobre todo como forraje para vacas y cerdos, pero nuestros antepasados se hartaron de tomarlos, principalmente en caldos y cocidos, cuando no habían aparecido todavía las patatas, y aún después.

Ante tal panorama de confusionismo, Miguel Vila se aplica en explicar con claridad la diferencia que realmente existe entre ambos manjares: “Una nabiza y un grelo se distinguen a primera vista. La nabiza es hoja y nada más. El grelo es el brote del que salen las flores. Nace directamente de la cabeza del nabo y puede ser gordo como un pulgar o bien delgado, naciendo de él los pedúnculos de las hojas (nabizas) que lo acompañan”. Podemos traer a colación una copla popular que puede ayudar a disipar cualquier duda que todavía pueda existir respecto de la familia botánica a la que pertenece: “Del nabo sale la nabiza, / de la nabiza sale el grelo. / Nabo, nabiza y grelo, / trinidad del gallego. / Son tres personas distintas, / un solo Dios verdadero”. A la vez, el verso expresa cabalmente que esta es la verdura que suscita la mayor veneración de nuestras gentes. Se establece con ella un especial vínculo en la cartografía sentimental de los gallegos que trasciende al dominio de lo estrictamente gastronómico. Compartimos un auténtico amor al grelo.

Es una “comida del alma”, uno de los productos soulfood, por estar identificado por parte de muchos con la Terriña, estrechamente asociado al Galician way of life, por lo que ha suscitado la saudade de los emigrantes que se obstinaron en llevarlo a su mesa en los países en los que instalaron.

La pareja ideal del grelo es el lacón. Se trata de un binomio que conforma el matrimonio mejor avenido del que haya noticia entre una proteína y una verdura. Eladio Rodríguez apunta que, en el siglo XIII, el lacón ya era objeto de un notable tráfico comercial en Galicia. Infortunadamente, no podemos saber cuándo se produjo el portentoso momento en el que algunas inspiradas cocineras tuvieron el acierto de combinar dos productos llamados a entenderse, compaginando una insólita armonía de contrastes: el lacón y los grelos. El lacón es grasiento y precisa de los grelos, que propenden en un ápice a lo amargo, para rebajar la grasa.

Al fin y a la postre, no es este tesoro de la culinaria gallega plato indigesto, tomado con mesura. En tiempos no muy lejanos, poco sedentarismo se practicaba, de modo que las labores ordinarias del campo ayudaban a dar buena cuenta de lacones con grelos o abundantes cocidos. Y cuando se disfrutaba de este manjar en días de fiesta, como la tradicional del Carnaval, siempre quedaba la posibilidad de consumir las calorías y la energía que aportaba al cuerpo en otras actividades lúdicas que solían formar parte de los festejos patronales y bailes del carnaval. Como hacía notar Picadillo: “El labriego gallego, en Carnavales / come lacón para olvidar sus males; / y en bailes y fiestas / lo digiere después a bofetadas. / Por eso los lacones / no producen jamás indigestiones”.

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