Opinión

'La sala número seis'

En un “pub” del casco antiguo se celebran de vez en cuando tardes literarias que alivian las depresiones fangosas de agosto. El otro día no éramos muchos, y cuando llegó el poeta Víctor Campio nos recordó la cita de Curros Enríquez: “¡Ai dos que levan na frente unha estrela/ ai dos que levan no bico un cantar!” El local fue un abrevadero, reconvirtiéndose ahora que la vida es árida como una oposición al derecho romano. Sonaba de fondo, muy baja, música de jazz, y los que estábamos allí, amantes de la literatura, aplaudimos a dos rapsodas que recitaron lentos y certeros algunos poemas.

El diálogo fue ameno y alguien propuso hablar de un genial autor clásico, un poco olvidado y que sin embargo plantea los problemas actuales: Antón P. Chejov. Pertenece a la extensa camada de autores rusos. Fue el maestro de la brevedad; sus cuentos son una delicia para leer en este ardiente agosto. Recordemos: llegó a escribir cien cuentos en un año, tenía que alimentar a su amplia familia (“si los reduzco a comer un plato solo, me mataría de remordimiento”).

Era la época de los últimos zares: la negra noche, la censura y la represión cubrían la famélica Rusia. Alguien leyó un cuento breve titulado “La sala numero seis”, del escritor que también fue médico y jamás cobró a los campesinos (“hay que hacer algo, hay que mostrarse activo; qué y cómo no esta claro, sin embargo”).

El mundo viejo se viene abajo y “el hombre quiere la belleza y el bien, no basta con alimentar ideales; nada cae del cielo, hay que conquistarlo. Pocas veces vinieron los buenos tiempos y jamás llega la primavera de la esperanza”. Torturado, a veces subía al amanecer a los andamios de los arrabales.

Un viejo profesor, amante de Chejov, contó entre sonrisas la anécdota de su muerte: había fallecido lejos de Moscú y su cadáver llegó a la capital rusa en un vagón donde estaba escrito “ostras frescas”. Coincidió que en el mismo vagón venía el cadáver de un general muerto en combate. Con que, la banda de música, los numerosos coches de caballos y las numerosas coronas de flores dispuestas para el militar siguieron el anónimo féretro de Chejov. A medio camino, se dieron cuenta del equívoco pero, dada la situación, continuaron rindieron honores a Chejov.

Nevaba sobre Moscú. Fue como si el destino huyese de los sables y premiase al pacifista escritor que escribió: “Prefiero el vodka y la cintura caliente de una mujer de la estepa que avanzar, bayoneta en mano, por las ensangrentadas trincheras”.

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