Aquel árbol

Siempre iba visitar aquel lugar, allí me sentía la reina de la naturaleza, me rodeaba todo lo que me daba paz y serenidad y nunca me resultaba aburrido; cada día dependía más de él y llegó a sorprenderme porque sin darme cuenta ya habían salido a la luz unos brotes nuevos y distintos a los que estaba acostumbrada a ver, entre ellos había uno que destacaba más, se veía más fuerte, brillante en su esplendor, me fijaba más en él por su forma de destacar entre los demás.
Hubo un tiempo entrecortado en el que yo no pude acudir a mi lugar (rincón especial) me sentía triste, me faltaba algo y me di cuenta que no podía dejar de ir.

Al volver, lo que más me sorprendió fue que aquel que destacaba ya no era un retoño, ya era un árbol, mientras los otros todavía tenían que seguir creciendo; sus hojas eran grandes, brillantes, su tronco grueso y sus ramas muy rectas. Me sentaba a su lado y apoyaba mi espalda en su tronco, el sol acariciaba todo aquel hermoso lugar, de vez en cuando caía una hoja sobre mí, era como un regalo inesperado, siempre lo abrazaba y a veces hablaba con él, pero lo que más me intrigaba era ¿dónde estaba su fruto?, y me seguía preguntando ¿por qué destacas tanto entre los demás y sólo me deparas tus hojas?, sólo tu fruto saciaría mi hambre, mis placeres y todo mi ser.

El no me contestó y, decepcionada, me marché a otros lugares; había muchos árboles todos con sus frutos y no comí de ellos, pero por más que comía siempre sentía el vacío dentro de mí, no me saciaban, entonces empecé a sentirme perdida, hasta que me di cuenta que ya no era la reina; reflexioné y volví junto a mi árbol preferido. Al llegar sentí tanta alegría que mis ojos se inundaron de lágrimas y no me dejaban ver aquella sorpresa de frutos que habían brotado; lo abracé tanto y le dije ’¡ahora sí me podrás ofrecer tu fruto, pues es el único que saciaría mi ser y podré volver a sentirme reina’; él me contestó que siempre me depararía sus hojas, sus abrazos, etcétera, pero su fruto era sagrado y no debía insistir.

No entendía y, decepcionada, de nuevo me senté alrededor de los demás que ya tenían sus frutos más pequeños, pero igual me servirían, pero todos juntos eran uno solo y no me respondieron y volví a insistir de nuevo, entonces me dio una respuesta: ’No insistas, si no dejaré de crecer, mis hojas se secarán y mi fruto ya no saldrá. Ven a verme siempre, cuéntame y te volverás a sentir la reina de todo esto’.Le hice caso y comprendí que ’el olmo no podría ofrecerme sus peras’ pero que sí podría saciarme de los demás frutos. Recobré mis fuerzas y cada día, siempre que podía, iba a ese lugar tan maravilloso y recóndito para mí. ’No le pidan peras al olmo, si no sólo sentirán decepciones’.

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