CRÍTICA

Dunkerque

Nolan ejecuta con maestría un impecable guión propio y lo convierte en cine bélico del que hace tiempo no se veía en las salas de cine

El propio Christopher Nolan ha afirmado que “Dunkerque” no es una película de guerra, es una historia de supervivencia en un contexto, efectivamente, puramente bélico. Y sí, está basada en un hecho real, pero se trata de un capítulo tan confuso y casi increíble de la Segunda Guerra Mundial que pasó a la historia con el sobrenombre de milagro, el milagro de Dunquerke.

Y es que en su décimo largometraje, el más sencillo -que no simple- de su filmografía, el por fortuna siempre grandilocuente cineasta londinense ofrece en 106 intensos minutos una lección de cómo utilizar las imágenes, poderosas pero limpias -no hay concesiones a la casquería-, la música -omnipresente la partitura de Zimmer- y el sonido -el elemento con el que consigue reacciones más viscerales-, para generar no solo tensión, sino también empatía y una tremenda angustia sin apenas acudir a la herramienta más fácil, el diálogo.

El libreto de Dunkerque, que Nolan firma en solitario por tercera vez en su carrera, es austero en líneas para sus protagonistas, todos ellos del bando aliado.

Tres categorías de personajes que responden a tres elementos: tierra (soldados), mar (civiles) y aire (pilotos) que comparten espacio, pero no tiempo.

Un tridente argumental que Nolan va trenzando con pasmosa maestría y lucidez para que sean uno y varios a vez. La misma intensidad para diferentes personajes y tiempos que, en el constante e incesante ‘tic-tac’ del reloj, coinciden en el milagro. Ese instante es el truco final de la gloriosa exhibición de fundamentos cinematográficos que es Dunkerque.

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