Historia

La teogonía: hijos del Dios

Dibujo
photo_camera Escultura de hatsepshut, faraón de Egipto.

Grandes reyes de la Antigüedad remontaron su nacimiento a un hecho divino, reclamándose como hijos de Dioas, y por tanto, por encima de los mortales

 

La primera persona de quien hay constancia en la Historia que remontó su origen al mismo Dios fue Hatshepshut, uno de los personajes más fascinantes de Egipto, odiada y amada a través de los siglos. En torno a 1490 antes de Cristo llegó a un trono que según la tradición del Nilo estaba reservado para los hombres. ¿Cómo lo hizo? Primero, apuntando su legitimidad como nieta e hija de faraones, esposa de otro y tía de su sucesor, Tutmosis III, que era un niño. Hatshepshut decidió quedarse como regente de su sobrino, pero con el paso de los años vio que podría ir más allá y ser la legítima titular del Doble País.

Lo hizo en connivencia con los sacerdotes de Amón a través de su “transformación” en hombre –comenzó a ser representada sin pechos y con la barba postiza- y, sobre todo, como hija del Dios. Las imágenes que dejó en piedra representan cómo Amón se introduce en el cuerpo del padre de Hatshepshut y yace con su esposa. Si Amón la había elegido, también Egipto. Logró asentarse al frente del país, y pese a que no fue la primera faraón mujer ni la última, supuso una auténtica revolución aunque más tarde fue borrada de la lista real por sus sucesores. Curiosamente, el propio nombre “faraón” se formó entonces. Significa “palacio” –o más exactamente, Casa Grande- y al parecer es como los trabajadores y funcionarios se referían al trono formado por la reina y su teórico co-regente, Tutmosis III. Como ahora llamar Moncloa o Casa Blanca a la Presidencia.


La teogonía, nacimiento de los dioses, fue también anunciada a Alejandro Magno por su madre, la enérgica Olimpia. Desde pequeño insistió a su hijo en que su padre no era el rey Filipo de Macedonia sino el propio Zeus. La reina era una sacerdotisa capaz de cualquier cosa -incluso de matar a su marido- pero creía sinceramente en que Alejandro descendía de Zeus. No era tan extraño en el mundo helénico, donde el rijoso padre de los dioses mantenía con cierta frecuencia trato carnal con mujeres mortales. De uno de sus amoríos había nacido el propio Heracleo  (Hércules para los romanos), cuyo nombre es casi una broma: “La Gloria de Hera”, la esposa de Zeus, burlada. No está muy claro hasta qué punto se lo llegó a creer Alejandro pero lo cierto es que se desvió de su camino en la conquista de Persia para adentrarse en Egipto y marchar hacia el oasis de Siwa, donde los sacerdotes del oráculo de Zeus-Amón le reconocieron como hijo divino. No mucho tiempo después, cuando rondaba los 33 años, fallecía creyendo ser hijo de Dios.


Más política era la convicción de Cayo Julio César, el hombre que acabó con la república romana. Como ya anotó Plutarco en sus “Vidas paralelas”, mucho tuvo en común César con Alejandro, comenzado con su nacimiento –uno el 10 y otro el 20 de julio, mes que se llama así por el romano- y por su  ansia de conquista.  Ni uno ni otro fueron derrotados y lograron el poder absoluto y el control de Egipto. Cayo julio César sostenía que descendía de Venus por su familia, una de las más nobles y de raíces más profundas en la Urbe. Ya en vida fue llamado “Divino César”, remontándose a la Gens Julia y a su fundador, Eneas el troyano, que a su vez había sido hijo de la diosa del amor, la Afrodita romana. Julio César, gran militar y mejor político, sacó todo el provecho posible a tan elevado origen pero dándole una vuelta: en lugar de formar parte del partido de los “optimates”, que englobaba a los patricios y dominaba el Senado, decidió inclinarse por los populares, con lo que logró algo que hoy es la base de todo: el apoyo del pueblo, que le adoraba como hombre y ser divino. 
 

Te puede interesar