Acaba de irse el pintor Manuel Vázquez Ribada, a los 67 años. Nacido en Os Peares, pero ciudadano del mundo y de ninguna parte, fue considerado un gran creador e incluso genio, que deja obra colgada en prestigiosas fundaciones, así como en manos de muchos particulares. Esa abundante producción y la facilidad para pintar no le han valido, sin embargo, para llevar una vida fácil, sino más bien al contrario, pues la apretura económica fue su permanente compañera de viaje. Seguramente que en ello influía la incapacidad para amoldarse a reglas o normas sociales al uso que cercenasen su libérrima concepción de la existencia.
Tales circunstancias no impidieron para que su trabajo fuese valorado, reconocido y respetado, por más que todo quedaba subordinado a sus circunstancias y dependencias. Se consideraba jornalero de la pintura, no porque menospreciase su talento, sino por definir su condición de menesteroso, como también se definía. De hecho, admitía que siempre llevó vida de clochard (vagabundo en francés), así como que vendía obras a cambio de casi nada, apenas unas migajas para malvivir. De hecho, se cobijó de prestado durante años -más de una década- en un bajo que tenía de almacén su gran amigo Casiano en la calle Bonhome, que le había rescatado del solar de las obras del parking de la zona de San Lázaro. Fue su mayor protector y mecenas, llevado por la relación que les unía desde la adolescencia, cuando Ribada era referente para muchos chicos de su generación por su capacidad creativa en su faceta de músico, que incluso disponía de un grupo.
Hace años que la bohemia venía pasando factura a su salud, obligándole a alternar su estancia en un centro geriátrico con ingresos hospitalarios debido a su delicado estado. Con Vázquez Ribada se va un hombre admirado y querido de muchos por lo que apenas fue y lo que pudo haber sido.
