Opinión

Hasta que el voto nos separe

JORGE PEREIRA
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El verano revela a las parejas; incluso las rebela. Las elecciones también. “Te juro, Mari Carmen, que yo no he votado al PP en mi vida”, se justificaba mi vecino al conocerse la mayoría absoluta del PP en Andalucía, como si su mujer acabara de pillarlo en la cama con un puro en la boca, el pelo lamido, un cocodrilo en el polo y el ABC cubriéndole, a modo de biombito, las partes íntimas. Mari Carmen, que hablaba a gritos, igual que si le estuvieran depilando la confianza con cera caliente, repetía “58” muchas veces y se mostraba inflexible: en aquel momento su marido contenía las imperfecciones de millón y medio de andaluces, más las propias.

La diferencia de voto es para las parejas una papeleta; al menos para las españolas. Tres de cada cuatro encuestados solo se casaría con alguien afín a sus ideas políticas. Mujeres y ancianos son los más reacios a encamarse con el enemigo ideológico. También los votantes de Vox y Unidas Podemos. Preguntados por la misma cuestión, un 62% de los franceses no ve problema en tener un cónyuge con quien discrepar, siempre que venga con una baguette bajo el brazo.

Los polos opuestos se distraen. En los comienzos, cegados por el resplandor de ese Big Bang que es el enamoramiento, lo distinto divierte e impresiona. Pero, pasado el embrujo, los polos opuestos se retraen. Se prefiere un compañero lo más parecido a uno mismo, que es con quien mejor nos llevamos a fuerza de años. Sin embargo, hay diferencias que salvan, pues obligan a un diálogo que espanta el rutinario pimpón de monólogos o de silencios consabidos. Lo explicó Orson Welles: “No hay nada más estéril que una conversación entre dos personas que básicamente están de acuerdo. Si estuviéramos básicamente en desacuerdo, podríamos llegar a alguna conclusión novedosa”. No se trata de abrazar las ideas del otro en una suerte de cucharita ideológica, basta con no escandalizarse cuando desnude un ideario antagónico. Como en la cama, para estar abierto a nuevas posturas primero se necesita flexibilidad.

Predomina en la sociedad actual una visión onanística de las relaciones: amar, leer, prestar atención, valorar solo a quien piense igual que uno. Quizá sufra el español una atávica indisposición para la discrepancia. Pero existe una manera de conllevar aquello que no gusta del prójimo, de convertir las diferencias irreconciliables en deferencias conciliables: admirarlo por compartimentos estancos, como propone García Máiquez. “Reconocer lo valioso que cada persona tenga y no dejar que eso se contamine por las cosas menos encomiables”. Puede que no le atraiga el Rufián peleado con la monarquía y con la plancha, pero el melón de Rufián —el de trece euros— es otro cantar. Otro método conciliador era el de Campmany: en vez de confesarse de derechas o de izquierdas, decir de estribor o babor. “Así muchos se equivocarían y podrían mezclarse las sangres de las dos Españas”. 

Antes que el voto, a mi marido y a mí nos separaría el bótox. Hubo un tiempo en que nos alejaban, claro, los mandos a distancia. Me enervaba su manía de alinearlos con la esquina superior derecha de la mesa. Ahora, cada vez que sale de viaje, me descubro colocándolos como él querría, que es un modo de tenerlo siempre en casa. El amor verdadero nace de un profundo conocimiento, también de las diferencias. Por eso los buenos matrimonios son olvidadizos. Y esforzados: dos no se quieren si uno no pelea.

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