Opinión

Viviendo deprisa

Beatriz Manjón.
photo_camera Beatriz Manjón.

La vida imita al Corte Inglés. Ya es verano en las calles y ese alumbrado estival que son las mejillas encendidas por el sol se ha adelantado como se adelantan las luces navideñas. No se trata tanto de una canícula precoz como de una actitud vacacional anticipada por un deseo rabioso de recuperar el tiempo hurtado por la pandemia, aunque siempre haya cola en la oficina del tiempo perdido.

Se observa una urgencia por vivir lo que no se ha vivido. Incluso en el paseo marítimo la gente anda como si se le hubiera escapado la sombrilla, a lo Rajoy o como la protagonista de Gentleman Jack, aunque el verdadero verano no llega hasta que se va la prisa. Se quiere beber todo lo que no se ha bebido, tatuarse todo lo que no se ha tatuado, selfigurar todo lo que la mascarilla ha impedido. Hay quien pretende reconquistar los besos no dados con la tenacidad de la mofeta Pepe le Pew o labrarse en dos días el bronceado de Julio Iglesias, para quien siempre es agosto; también quien parece querer acopiar los rellenos dérmicos que no pudo lucir en dos años, con lo que se ahorrará el balón de playa hinchable. Otros se han puesto a viajar compulsivamente, a riesgo de tener depresión posvacacional ya en junio o gritar en El Salvador lo que Trillo: “¡Viva Honduras!”. “¿Este es el famoso puente romano?”, pregunta un chico señalando el pantalán frente al hotel Marbella Club. “Sí. Se llama así porque es de la época de los romanos”. Y ambos se autorretratan con él a sus espaldas ignorando que el Puente Romano de Marbella no es más que un hotel.

Tras dos años de limitaciones, se ha lanzado el personal a ampliar horizontes, pero lo justo para que quepan en la foto. “¡Cuánto me gustaría saber qué hace tanta gente con la famosa ampliación de horizontes!”, escribía Karl Kraus. Coleccionar experiencias. Lo importante ahora no es la calidad de vida glorificada en el confinamiento, sino la cantidad de vida; nada de beberse los días, ¡una borrachera de vivencias! Claro que, tomada como botellón, la vida no se saborea ni se digiere: se vomita. Por algo confesó Ángel Crespo que lo único que le gustaba hacer deprisa era odiar: “Odio deprisa para quemar el odio / amo despacio para conservar el amor”. Querer vivirlo todo es una de las formas más seguras de no vivir nada, porque el mundo acaba sirviendo de mero photocall. Con el consumo ansioso de experiencias ocurre lo que con el atracón de noticias: de leerlo todo por encima quedan, con suerte, los titulares. Y una vida emborronada de subrayados es una existencia en la que nada destaca.

Por muchas vivencias que acumulemos no se recupera el tiempo perdido, como no se recobra la pasión perdida por muchos juguetes eróticos que amontonemos. Así que lamentarse por el tiempo perdido es perder el tiempo: el único tiempo perdido es el que no se tiene. En realidad, a vivir se aprende cuando se encuentra tiempo para perderlo. Del mismo modo que hay una manicura del pensamiento, que es la poesía, también hay una pedicura del día a día que es la vida lenta. “¡No corras, ve despacio, / que adonde tienes que ir es a ti solo!”, advirtió Juan Ramón Jiménez, a quien no le complacía ir de prosa y corriendo. Aproveche para degustar un helado mientras contempla el cielo, el mar o el jardín, la televisión de los pacientes; no vaya a ser que cuando llegue agosto le vendan polvorones.

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