Opinión

Lejía industrial Sarmiento

El fuego limpia. Esto es casi una paradoja que cuesta entender a la primera. Pero antes de talar al planeta entero en este ecocidio al que asistimos en primera fila, la humanidad ya usaba el fuego como agente limpiador. El fuego lava los cuerpos. También las telas y las superficies. Las camisas y sábanas de nuestros bisabuelos se limpiaban con lejía hecha a partir de los restos de ceniza filtrada y refiltrada. Los restos de un buen fuego no son otra cosa que una mezcla  de carbonato de sodio y de potasio. La ceniza es la sustancia alcalina más común que se conoce y se utiliza desde la noche de los tiempos. Es un prodigioso juego de contrarios: Lo blanco se limpia con lo negro. El negro hace al blanco más blanco. 

Algunas veces he colado la ceniza de roble de la estufa para hacer en casa esta lejía ancestral. Así puedo espiar desde este siglo confortable al mundo precario y virtuoso que hemos sepultado ufanamente. Aunque, en lo reciente, procuro tener cerca una botella de lejía Sarmiento como artillería pesada cuando todo lo demás falla. Este producto es un aliado de proximidad que fabrican en mi misma provincia, apenas a unos kilómetros del bosque que habito, según reza en la tapa. La lejía tiene una etiqueta preciosa que habla de un negocio familiar y antiguo. Hoy la hacen siguiendo procesos químicos y con compuestos que sería mejor no explorar demasiado, poniendo la mano en el corazón y el pensamiento en el río. Su botella es de plástico y, por tanto, una mala noticia, pero tiene una belleza incontestable y un porte de humildad campesina. 

Con esta lejía llego adonde no llegan el jabón de sosa o el bicarbonato con vinagre, que son los materiales de limpieza que nos deberían bastar para desinfectar un hogar honrado. Una botella de este preparado industrial tendría que ser excepción y durar años. Bastan unas gotas de lejía Sarmiento para frotar con cepillo los suelos de piedra, purificar el agua de mil fuentes desconocidas y devolver la pulcritud zurbaraniana a las toallas blancas (las toallas deben ser siempre blancas), ennegrecidas por los pecados de estar vivos. 

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