Opinión

La calle de los recuerdos

Salgo del Festival de Cine conmovido. Camino, siento un pacifico temblor y me doy de bruces con la “calle de los recuerdos”. Ahí voy yo con siete años camino del cielo.

Te cuento. A veinte metros de mi casa había una tienda abarrotada de todo tipo de objetos. El propietario, don Francisco, hombre corpulento, ingenioso, culto y emprendedor. Bueno como Machado. Todos le llamaban “Ropasviejas”.

Tenia un aparatoso coche negro americano con el que viajaba a las ferias de la provincia a vender mercancía. A veces, le veía con gesto pensativo. En sus viajes contempló la desolación de las aldeas, la ausencia de divertimentos, el trabajo con los bueyes y el arado romano. Los destartalados bares oscuros, humeantes, y las cartas marcadas y ajadas.

Tenia yo siete años. Aquel día lo vi por primera vez excitado. Un camión dejo a su puerta un enorme cajón que venía directo de Madrid. Transeúntes y niños rodeamos el bulto. Don Francisco abrió la caja, allí estaba lo que él había soñado: la máquina de hacer cine, un enorme proyector de una difícil marca alemana.

Don Francisco tenía un hijo de mi edad, Paco, chico inverosímil y creativo. Pronto llegaron las películas. “Ganaremos dinero y, lo mejor, llevaremos la alegría a esos pueblos desolados”, dijo don Francisco con rostro luminoso.

Pronto se puso en marcha el negocio. Llegaron películas de Chaplin. Decidió estrenarse en un pueblo lejano de la montaña. Lo acompañaba su hijo y mis padres me dejaron ir con ellos. Veo ahora aquel camino enlodado, lleno de piedras, que el poderoso Chevrolet sorteaba con potencia.

Los paisanos nos miraron como a seres de otro planeta. Apenas habían visto un coche y la débil luz eléctrica solo funcionaba intermitentemente. El pedáneo nos cedió una cuadra en el centro del pueblo. Enseguida se corrió la voz de que esa noche había teatro en “na corte do Chaparrón”.

“Tú y mi hijo, en la puerta; cobráis una peseta a cada persona”. Se formó una larga fila. Allí estaba toda una generación rural golpeada por la postguerra: rostros terrosos, boinas gastadas, zuecos y remendadas chaquetas de pana. Al fondo de la cuadra mugían las vacas, balaban las ovejas.

Cuentan que cuando los hermanos Lumière estrenaron en París el documental de un tren que llegaba a la estación, muchos espectadores huyeron despavoridos, convencidos de que el tren se les echaba encima. Algo así sucedió aquella noche. En la primera imagen, Chaplin caminando con su bastón, sonó un “¡oh!” colectivo, sentido muy de dentro, tal si entraran en el reino de lo sagrado. Algunos salieron atropelladamente a la calle. Los más, permanecieron hieráticos y deslumbrados. Al fondo, los animales ponían música de fondo al filme.

(Dice el clásico: “Llamamos recuerdos a nuestras ruinas y tenemos que alimentarnos de pequeñas alegrías”. Y yo salgo del Festival de Cine a la “calle de los recuerdos”. Veo de nuevo las caras sin dientes de los paisanos en la cuadra. Los escucho gritar, aplaudir y llorar. Allí estábamos todos tal si estuviésemos en el seno materno. Todavía se aparecían los muertos y los paisanos se abrazaban a los árboles.

Don Francisco afirmó: “El país de la quimera es el único digno de ser habitado”.

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