Opinión

El comienzo de un camino

Celebramos hoy, el domingo siguiente a la Epifanía, la fiesta del Bautismo de Cristo y es el comienzo de su vida pública a la vez que un motivo más para los cristianos que, si lo somos, es debido a esa puerta que se abre para todo el mundo que es la del bautismo. Raíz y base para recibir los demás sacramentos. Es la entrada a formar parte de la Iglesia. Un “carné” sin caducidad impreso perpetuamente en el alma de quien lo recibe y, una vez recibido, para siempre borrará el pecado original común a la humanidad menos a la Virgen.

El bautismo es un acontecimiento único para los que lo reciben y a la vez un compromiso con todo lo que él significa. Es la entrada en un estilo de vida distinto que debe ser ejemplar para cuantos nos rodean, la pertenencia a un reino para nada temporal pero con unas consecuencias que llevan precisamente a un contundente compromiso en medio de la sociedad de cada cual.

Muy posiblemente se olvida este último aspecto tratando de reducir la fe a la esfera privada, a la “sacristía”. Y nada más lejos de la realidad. Lo recoge muy bien el refranero castellano cuando afirma que “a Dios rogando pero con el mazo dando”. Nunca puede haber, ni podemos llamarnos, cristianos sin ese compromiso que debe ser atrayente. Se trata de injertar en cada vida el mensaje y estilo de Aquél en el nombre de quien hemos sido bautizados. A lo largo de la Historia de la Iglesia el atractivo lo ha producido siempre el testimonio más que las grandes palabras, encíclicas o declaraciones solemnes y homilías.

Ya Tertuliano en el siglo II afirmaba: “Mirad cómo se aman y cómo están dispuestos a morir el uno por el otro”. Y esto es mucho más que la filantropía o el humanitarismo dispuesto a dar la vida por los demás. Tiene unas connotaciones bien distintas y es reflejo del mismo mensaje de Cristo cuando afirma: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros” (Jn.13,35) O en los capítulos 4º y 5º de la 1ª carta del mismo apóstol afirmando: “El que ama a Dios, ame también a su hermano” (4,21).

Y las razones que aduce esa primera carta del Apóstol del amor son muy claras. Llega a decir que somos mentirosos si decimos amar a Dios, a quien nunca vimos, y olvidamos al que está a nuestro lado. Pero dice algo más adelante: “Sabemos que es verdadero ese amor a los hermanos en que amamos a Dios, porque no se puede amar al engendrado sin amar al engendrador”. En definitiva, porque todos somos hermanos, hijos de un mismo Padre.

Todo esto son las exigencias del bautismo que tantas veces olvidamos y que en el reciente Año de la Misericordia lo ha recordado incontables veces el papa Francisco. Si los bautizados fuésemos coherentes, otra imagen tendría la Iglesia que nos acoge con las aguas del bautismo.
 

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