Opinión

VISITANDO EL CEMENTERIO

Portando las flores, como símbolo de amor y de recuerdo, he traspasado el frontispicio del cementerio de San Francisco en donde aparecen esas letras patéticas: 'El término de la vida aquí lo véis; el destino del alma según obréis'.


Dentro me encontré con un campo santo modélico, cuidado con esmero, digno de felicitar al personal encargado de su cuidado en donde reposan en su última morada nuestros familiares, amigos, seres queridos.


Caminando pausadamente entre las tumbas he visto las lápidas de don Ramón Otero Pedrayo, mi buen amigo el poeta Antón Tovar Bobillo, mi abueliña, mi hermano y su esposa. En la lápida de mi hermano y su esposa pueden leerse estas letras como horrendo recuerdo de la guerra civil española: Alberto Díaz Méndez . 1937. Monte Naranco (Asturias). A los 23 años. - Ricardo Díaz Méndez. 1938. Casa de Campo (Madrid). A los 23 años. Ambos con 23 años. El primero, médico. ¡Qué dolor para unos padres!


Y aquí se acaba todo. Muere el rico, muere el pobre; se acaba la vanidad, se termina la sencillez. ¿Qué podemos hacer por ellos los que todavía vivimos? Oración, flores, recuerdos perpetuos. El gran poeta Gustavo Adolfo Bécquer escribió en uno de sus poemas: '¡Dios mío, que sólos se quedan los muertos!'. Pero hay otras formas de estar muertos sin que el corazón acabe de latir. La enfermedad grave. La soledad de unos padres ancianos con dos hijos, uno en Alemania y otro en Suiza. Esos que forman interminables colas en las oficinas de empleo anímicamente muertos, sin ilusión, sin perspectiva de lograr ese trabajo que establece la Constitución española. Gustavo Adolfo Bécquer pudo haber añadido a su precioso poema: '¡Dios mío, cuántos vivos están muertos!'.

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